Maldita carretera
OTRO fin de semana, en estas puertas del verano, que se presenta con cielos despejados y temperaturas altas, con tiempo sofocante que invita a dejar el agobio urbano y buscar costas o sierras donde descansar. A las once de la noche del viernes, oigo en la radio que hay atascos en la carretera de salida hacia Levante, que es por donde yo habría de salir de haberme ido, y a las dos de la madrugada ya dan noticia de los primeros accidentes fatales. Muertos anónimos, casi siempre, en la información, o desconocidos para quien oye la radio o lee el periódico, pero que tendrán ya quien los esté llorando con el alma desgarrada, que la tragedia se ha abatido sobre otras vidas que no estaban allí pero para las que ya nunca nada será igual: hijos huérfanos, padres desolados, esposas o maridos sumidos en el dolor, en la angustia y el vacío, en el silencio o en el grito.
O acaso sí estaban allí y se hallen ahora heridos en un hospital, ignorantes aún de que su desgracia es mucho mayor de lo que sus hemorragias, ya controladas, o sus huesos rotos les puedan hacer creer.
Sé de lo que hablo. Sobreviví a un accidente, hace cuatro años, sobre el viaducto de El Espinar. El reventón de una rueda trasera. Murieron mi nieta mayor y mi hermana más próxima. Solo quiero añadir que mi vida ya es otra, que nuestra vida familiar ya es otra, que la irremediable pesadumbre de aquella desventura nos hace, a veces, insoportable la memoria.
Y hace un par de meses, el lunes 4 de abril, la maldita carretera se ha llevado a Juan Ramón Lodares, mi discípulo más afín en pensamiento, más fiel en su amistad, más firme en mi esperanza. Volvía de El Escorial hacia Guadarrama, para tomar la autopista, a mediodía, tras consultar allí unos documentos necesarios para el libro que estaba escribiendo, y le salió un camión en un cruce, por la izquierda. Murió instantáneamente. En la página 53 de este diario, al día siguiente, se hablaba de tres personas muertas en sendos accidentes de tráfico, que se enumeraban, con somera descripción, y se decía que un hombre de 46 años había muerto, en la carretera M-600, al chocar con un camión su Peugeot 205, según habían informado desde Emergencias 112. Una noticia esencialmente numérica, que velaba los dramas que pudiera haber detrás.
Ese mismo martes 5, a mediodía, cuando yo me disponía a salir hacia el tanatorio del cementerio de Pozuelo, en las redacciones ya habían tenido conocimiento de la identidad del hombre de 46 años de la M-600 y tuve un par de llamadas para pedirme que escribiera un artículo necrológico. Contesté que yo no estaba esa tarde para redactar necrologías sino tan solo para llorar con desconsuelo.
Las hubo, de todos modos, en días sucesivos. Artículos doloridos, consternados. Y en algunos diarios más de uno. Era un lingüista con muchos saberes y un escritor transparente, cuya brillantez expositiva y la firmeza de sus argumentaciones suscitaban admiración; pero era además un ser sonriente y amable, de modales elegantes, de simpatía comunicativa.
Tenía muchos amigos, como se ha podido comprobar con motivo de su muerte. En todos los artículos a que ella dio origen, en los días que siguieron, se podía apreciar verdadera aflicción, valoración sincera y evidente pesar. Yo los he leído con gratitud, confortado en mi pesadumbre, enlutado mi ánimo por la implacable fatalidad. Juan Ramón Lodares era para mí, profesionalmente, como un hijo: ese discípulo admirado y querido, heredero de nuestras mejores ideas, capaz de proyectarlas y enriquecerlas, de afianzarlas y mantenerlas vivas después de nuestra muerte, una esperanza de supervivencia. Y ahora es él quien se nos ha ido y me hace más oscuro e incierto y desolado el futuro inmediato y el que vendrá después, cuando yo no esté.
Maldita carretera. Va a hacer veinte años, a finales del 85, tres de mis amigos y compañeros más cercanos, Pascual González Guzmán, Nicolás Marín y Julio Fernández Sevilla, que regresaban de Jaén a Granada, tras una jornada de trabajo, se estrellaron contra una furgoneta que venía en dirección contraria e invadió su carril, en una larga recta, no se sabe si por desmayo o sueño de su conductor, que llevaba muchas horas al volante y que también murió con ellos. Fue el primer golpe que directamente me afectó de ese azote constante. Pascual y Nicolás habían coincidido conmigo, como estudiantes, en la Facultad de Letras de Granada y los tres hicimos y ganamos la misma oposición a cátedras de institutos; habíamos tenido, pues, los mismos maestros, una formación pareja y muchos recuerdos compartidos. Julio estudió allí también, después de terminar nosotros, y había convivido conmigo, hasta un par de años antes, en el Departamento de Lengua española de la Universidad Complutense. Se me despobló una parte de lo que había sido mi mundo. Había una ventana de mi vida a su memoria por la que ahora sólo se divisaba un paisaje de árboles talados.
Luego, estos últimos años, se me ha ido despoblando poco a poco mi mundo profesional, mientras yo me iba haciendo viejo. Murió Eugenio de Bustos, que había nacido el mismo año que yo; luego, inesperadamente, Emilio Alarcos, tan querido, tan clarividente, tan excepcional, tan magistralmente amigo. Y Francisco Marsá, demasiado pronto para todo lo que él era capaz de trasmitir, de comunicar. Pasé con él la tarde de la antevíspera de su muerte, en aquella clínica de Barcelona, sabiendo ya los dos lo que se acercaba, en la conversación más profunda, más emocionante y más humana que yo recuerde haber sostenido en mi vida («¡Qué suerte tuvo Emilio: resolver en un momento este trámite!», me confió). Y Santiago de los Mozos, catedráticos los dos en Granada, por los mismos años, que deslumbraba a mi hija Aurora en clase, cada mañana, y también a mí siempre que lo oía hablar con aquella precisión conceptual y aquella perfección sintáctica. Y Antonio Llorente, compañero de tantas horas y trabajos, tan modesto, tan sencillamente sabio, tan enteramente bueno. Después mi maestro, Manuel Alvar, que me dio aliento universitario y guió mis caminos con buen pulso y me trajo a donde estoy. Y Ofelia Kovacci, tan distinguida, tan segura, tan exacta. Y Juan Manuel Lope Blanch, adelantado en México. Y el gran maestro universal, el más claro cerebro de la lingüística contemporánea, Eugenio Coseriu, el mayor teórico (y mucho más) de nuestra generación, que tantas ideas nos había proporcionado, tan ligado a España y a nuestro mundo hispánico, tan admirado y seguido, tan personalmente amigo que hasta quería construirse una casa a la vera de la que yo habito en vacaciones, para tener con quien hablar. Y Fernando Lázaro Carreter y Antonio Quilis, más tarde. Y hace solo unos meses Tomás Buesa, con quien oposité a cátedras universitarias y las ganamos los dos, tan fiel a sus principios, tan directo en sus valoraciones, tan seguro en el aprecio, tan vulnerable a veces. Un desierto la filología hispánica que ha constituido mi panorama profesional de tantos años. Me reúno a veces con Manuel Seco y llegamos a la conclusión de que solo quedamos él y yo y pocos más. Pero todo esto es normal. Nuestro plazo se va cumpliendo. Hemos hecho lo que hemos podido, lo que nos tocaba hacer y ya nos estamos aproximando, serenamente, a la orilla de ese mar que es el morir. Ahora el testigo lo han tomado los que vienen detrás, los que todavía no han llegado a esta más o menos prolongada antesala del fin, los que, en muchos casos, han sido nuestros discípulos y, de algún modo, nos prolongan.
Lo terrible es cuando se quiebra el orden natural y cae alguno que no había completado, ni mucho menos, su andadura, alguien en la plenitud de su madurez y sus esperanzas, alguien de quien se podía vaticinar un porvenir denso y esplendoroso, alguien que, confiábamos, nos iba a sobrevivir y a mantenernos activamente vivos, de alguna manera, en su comprensión, en su fidelidad, en su estima y en su memoria. Por eso la muerte de Juan Ramón Lodares me ha golpeado tan duramente. Se ha llevado mi futuro póstumo, que es ya casi el único en que cabe pensar. «Pero viene un mal viento, un golpe frío/ de las manos de Dios, y nos derriba./ Y el hombre, que era un árbol, ya es un río./ Un río echado, sin rumor, vacío,/ mientras la Tierra sigue a la deriva,/ ¡oh, Capitán mi Capitán, Dios mío!», que escribió Blas de Otero, en esos dos tercetos sobrecogedores, convirtiendo el río, metáfora de la vida, echado, vacío y sin rumor, en metáfora de la muerte, de la muerte de los ríos que no van a dar naturalmente en la mar que es el morir.
Y aquí nos quedamos los del camino completo, quizá con la mar a la vista, devastadas nuestras últimas ilusiones, atribulados, demorados acaso en el delta final, con todo el peso en el alma de las muertes anticipadas que nos ha tocado vivir. Recuerdo la frase luminosa de una mujer de pueblo que recibía el pésame por el fallecimiento de su padre con cerca de noventa años: «Pena la justa: ha muerto en su edad». Pero son muchos los que no mueren en su edad, por unas u otras causas, algunas evitables o banales, en todo caso atroces, y siempre tenemos alguien para quien no vale la pena justa, alguien que se nos adelanta en el tiempo y nos deja sumidos en una pena desbordada, que nos ahoga, sin límites, tremenda e implacable, inacabable, continua... ¡Maldita carretera!
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