Inmigración y delincuencia
Quizá resulte un poco obscena, ante la visión de los cadáveres amanecidos en las playas de Tarifa, el vínculo que la encuesta del CIS entabla entre inmigración y delincuencia. Quizá el Gobierno debería haber elegido, por el pudor reverencial que merecen quienes acaban de entregar su hálito, otra ocasión para divulgar esta percepción popular, seguramente cierta, pero también algo ofensiva en su laconismo. Casi nadie delinque por gusto; y si las razas de la miseria que infringen nuestras fronteras se refugian en las guaridas de la prostitución o el latrocinio es porque la necesidad las acorrala y empuja hacia callejones sin escapatoria. Entre los cuerpos exánimes que se alineaban, como despojos de un naufragio, sobre la arena de Tarifa, había un par de negras de vientre grávido; no creo que, entre los motivos que las empujaron a arrostrar la ciega noche y el agua enemiga figurase un instinto delictivo. Anhelaban, para esos hijos que encontraron sepultura en la placenta, la redención que a ellas les había sido negada; y creían que la tierra prometida que se extendía unos pocos metros más allá sería próvida con sus vidas en ciernes. Murieron luchando por conseguir lo que cualquier madre anhela para sus hijos; y ese sagrado acicate, desbaratado por las olas, las dignifica y enaltece a nuestros ojos.
Vincular inmigración y delincuencia, pues, se nos antoja hoy un poco sórdido y miserable, ante la contemplación de ese martirologio que no cesa. Pero negar ese vínculo constituye una demagogia insoportable. Las cárceles se anegan, un día tras otro, con una marea de vidas desbaratadas y famélicas que arriban a nuestras costas con la esperanza de pegarle un mordisco a nuestra prosperidad. Y sabemos que existen mafias que endeudan de por vida al inmigrante, obligándolo a un itinerario sin fin de crímenes y abyección. Por eso creo que el Gobierno debería esforzarse en un esfuerzo por canalizar el flujo inmigratorio, exigiendo a los empresarios contratantes un escrupuloso cumplimiento de las leyes, castigando muy severamente a quienes se aprovechen de la desesperación de los llamados «ilegales» para pagar jornales inmundos, fundando oficinas de contratación en los países que nos abastecen de mano de obra, para así evitar o siquiera paliar el tráfico de vidas humanas. En este esfuerzo por adecentar el estatuto del inmigrante se dirime mucho más que un problema de inseguridad ciudadana; lo que está en juego es nuestra propia dignidad.
La encuesta recientemente divulgada por el CIS ofrece algunos datos que merecerían la reflexión de nuestros gobernantes. Entre ellos, destacaría la predilección que los encuestados muestran hacia los inmigrantes hispanoamericanos. No es esta una cuestión baladí; con frecuencia, el multiculturalismo que propicia el fenómeno inmigratorio convierte al país receptor en una especie de territorio hostil que los recién llegados combaten acantonándose en guetos estancos donde acaba por instaurarse el desafío a las leyes comunes, el repudio a las costumbres reinantes, la confrontación social y la práctica de hábitos clandestinos que repugnan a nuestras convicciones jurídicas o morales. Nuestros hermanos hispanoamericanos comparten nuestro idioma; sus expresiones culturales y religiosas son próximas a las nuestras; la sangre que fluye por sus venas está entreverada de nuestra propia sangre. En otro tiempo, les llevamos no poco y les arrebatamos mucho; creo que en esta época en que llaman a nuestra puerta, como hijos que ni siquiera pueden permitirse el lujo de ser pródigos, merecen ser los primeros convidados.
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