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CATÁSTROFES

Al volver a Madrid, donde todo sigue igual de menudo -qué pequeños somos y qué encogidos vamos-, cuesta reprimir cierta envidia general que produce el americanísimo espectáculo del «Katrina» a su paso por la tierra de Bush. «¡Qué diferencia con el tsunami que las navidades pasadas devastó el sureste asiático!», exclama un editorialista de progreso, que concluye: «Es la cruz de una sociedad que suma tragedias a su pobreza». Los progres han visto en la evacuación de Nueva Orleáns «la respuesta de una sociedad rica, avanzada y previsora, con capacidad de anticipación». Y, acordándose del tsunami, suspiran: «¡Demasiadas diferencias!» Ya lo creo. Pero no con Asia, sino con Europa. El americano, decía Camba, que estaba allí de corresponsal, siente la necesidad espiritual de vivir en un ambiente catastrófico: «Las catástrofes han hecho tanto como los rascacielos para acreditar de genio de lo formidable al genio del pueblo norteamericano». Cuando uno se convence en Europa de que en América hay las catástrofes más grandes del mundo, no está lejos de creer que todo lo demás también lo es, incluido el ciclista más grande del mundo, Armstrong, que tanta rabia da a ese pueblo de funcionarios perezosos que son los franceses. El americano necesita forjarse la ilusión de que es un hombre muy enérgico en un mundo terrible. ¿Cómo no van las autoridades a cultivar con especial esmero cualquier catástrofe que se presente? ¿Qué estímulo sería mejor para desarrollar la energía americana? En Madrid, cuando caen cuatro gotas, los periódicos no ven más que su aspecto literario. Pero en Nueva York, como descubrió Camba, lo único que interesa es el aspecto catastrófico. Leyendo los periódicos americanos uno se imagina que vive en un mundo terrible, lo cual resulta siempre halagador. América viene a ser así como el Gran Guiñol, dedicado a darle emociones fuertes al mundo. Si en el Metro neoyorquino los americanos se dan patadas y codazos unos a otros es para darle a la vida un carácter áspero, desagradable y enérgico, y para plantearla como una lucha. En el Metro madrileño, esas mismas patadas y codazos sólo sirven, en cambio, para transmitir el cabreo que se lleva porque se han acabado las vacaciones.

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