UNA MIRADA ACADÉMICA
Calma
Un puñado de acontecimientos inesperados para la población, que, en cada uno de los casos, nos ha expuesto a la intemperie sin suficiente o ninguna información
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Hay palabras que significan una cosa y sin embargo en el alma suscitan otra. No se trata de la consabida polisemia, que convierte nuestro cerebro en una brillante verbena de sinapsis para situar el vocablo ‘banco’ en un parque o con un letrero del BBVA. ... Me refiero a un viaje que va desde su intención primera pasando por intenciones secundarias hasta desvanecerse su sentido principal. Porque el significado se debilita y pierde toda su magia cuando el uso de esa palabra es completamente innecesario.
En pocos años hemos pasado por una pandemia, que se dice pronto. Después por el desastre de la Filomena. A continuación por la terrible Dana de Valencia y finalmente por el apagón general, que nos dejó con una media de diez horas sin luz en todo el país. Y no sé si me dejo algo más. Un puñado de acontecimientos inesperados para la población, que, en cada uno de los casos, nos ha expuesto a la intemperie sin suficiente o ninguna información, desvalidos, sin la protección de esos estamentos, poderes o lo que sea, a los que se les supone que poseen instrumentos para anticiparse y prevenir lo peor.
Los ciudadanos somos vulnerables, estamos en completa desventaja, no sabemos nada hasta que se nos viene el mundo encima. Y aun así, tras cinco minutos de estupefacción, en que pensamos que van a ponerse en marcha unos valiosos recursos secretos que nos cuestan un ojo de la cara, la ciudadanía reacciona con sentido común e incluso con fe. No sabíamos lo que era una pandemia, la gente moría en todo el planeta, podíamos morir todos y no hubo histerismo, ni desbandadas callejeras, ni pillaje.
Los ciudadanos somos vulnerables, estamos en completa desventaja, no sabemos nada hasta que se nos viene el mundo encima
Aguantamos los desmanes y desorientación de las distintas administraciones con una resignación y estoicismo asombrosos. Solo nos hicimos oír desde los balcones para aplaudir a los sanitarios. En aquellos momentos pedir calma a una población sensata y resignada resultaba casi ofensivo.
En la Filomena la nieve nos llegaba al cuello. Los vecinos de mi calle nos ayudábamos con recogedores de plástico para poder abrir las puertas a falta, durante días y días, de palas quitanieves. De nuevo emociona pensar en la entereza de la gente y su civismo. Gracias desde esta columna al joven que viéndome escayolada me llevó generosamente en su coche hasta casa. Se comprenderá que reclamar calma a la población era totalmente ofensivo. En la Dana creo que nadie se atrevió a pedir calma a los que estaban colgando de los árboles, atrapados en los garajes o ahogándose. El pasmo y terror invalidaban las palabras huecas.
Y en el apagón general de estos últimos días la llamada a la calma desde la radio era continua y absurdamente fuera de lugar porque estaba dirigida a gente tranquila, con sorprendente paciencia, que se limitaba a apañárselas como podía.
¿Por qué siempre se ha lanzado la imagen, ante cualquier tragedia de carácter colectivo, de ciudadanos histéricos y alocados corriendo por las calles como en la Guerra de los Mundos? Un pretexto pueril para ocultar intereses, incompetencias. Ni siquiera en el caso de que mañana aterrizase una nave alienígena llena de extraterrestres la gente se espantaría ni se volvería loca. Ya nos han pasado cosas peores. Pidamos calma al mar, al viento y a las tormentas de arena. En cambio a quienes sufren los daños hay que darles, no pedirles la irritante calma.
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