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EL ÁNGULO OSCURO

FUMAR NO MATA, PERO ENCABRONA

JUAN MANUEL DE PRADA

Ya que vivir mata, conviene que esa vida que nos va matando poco a poco sea lo más placentera posible

NUNCA me impresionaron demasiado las leyendas truculentas que las autoridades sanitarias obligaron a imprimir en las cajetillas de tabaco. «Fumar produce impotencia», se decía irrisoriamente en algunas; y cada vez que leía semejante memez, me acordaba de mis ancestros, fumadores recalcitrantes que engendraron los hijos por docenas. «Fumar mata», terminaron afirmando aquellas leyendas sensacionalistas y desquiciadas. Y yo, cada vez que prendía un pitillo, me despedía de amigos y deudos, no fuera que cayese fulminado, cual víctima de un rayo jupiterino. Por aquellos mismos años en que se impusieron las leyendas abracadabrantes en las cajetillas de tabaco se empezaron a divulgar afirmaciones desquiciadas del tipo «un español muere cada doce minutos por culpa del tabaco» y otras zarandajas semejantes. Por supuesto, tales afirmaciones rocambolescas, como las leyendas truculentas de las cajetillas del tabaco, carecían del más mínimo rigor científico; pero a mucha gente la intimidaban. Yo, sin embargo, siempre me resistí a estas campañas, y seguí fumando como si tal cosa. Incluso creo que tales campañas no hicieron sino fortalecerme en mi propósito: fumar, poco a poco, fue convirtiéndose en una actividad sospechosa, mal vista, maldita; y yo, que nací con vocación de maldito, hallaba un inescrutable deleite en atrincherarme en ella. Nunca fui un fumador compulsivo, pero los cigarrillos me ayudaban en el trabajo y en la vida.

Por lo demás, si aceptamos que fumar mata, habremos de aceptar que no fumar mata asimismo una barbaridad, como diariamente tenemos ocasión de comprobar. Lo cierto es que la mayoría de la gente no muere por fumar o por dejar de fumar, sino por una serie de hechos concurrentes, entre los que tal vez el tabaco no sea el menos importante. Vivir mata; o, dicho más exactamente, va matando poco a poco. Y puesto que somos «presentes sucesiones de difunto», que diría Quevedo, lo mejor es no agriarnos demasiado, convirtiendo nuestra existencia en una tortura insomne, como hacen esos pobres diablos que no salen del gimnasio y cumplen tajantemente con las dietas más severas... para terminar muriendo igualmente, y con frecuencia de forma prematura (porque las dietas y los gimnasios matan a porrillo: las primeras porque amargan el carácter, los segundos porque son nidos de gérmenes y porque en ellos se practican actividades infrahumanas). Ya que vivir mata, conviene que esa vida que nos va matando poco a poco sea lo más placentera posible; y, para mí, durante mucho tiempo, el tabaco fue un honesto y consolador placer.

Un día, sin embargo, supe que más del noventa por ciento del dinero que pagaba por los cigarrillos que fumaba eran impuestos. Tamaña exacción me sublevó; y desde entonces fumar dejó de ser un placer para mí. Cada vez que encendía un cigarrillo me encabronaba, porque sabía que con aquella exacción se estaban sufragando actividades idiotas, superfluas, tal vez sórdidas y criminales: guateques de la «marca España», estancias en hoteles de cinco estrellas de cohortes ministeriales, subvenciones para asociaciones de jetas y cantamañanas, candidaturas olímpicas, saraos de fin de semana de partidos políticos, etcétera. Soy del mismo parecer que San Agustín, quien afirmaba que, desaparecida la virtud de la justicia, los gobiernos son «juntas de ladrones»; y creo que la obligación de cualquier persona honrada es combatir la injusticia institucionalizada, ayudar a «detener la máquina», como solicitaba Thoreau. Por supuesto, moriré igualmente (tal vez antes, por haber dejado de fumar). Pero al menos no volveré a encabronarme, cada vez que enciendo un cigarrillo.

FUMAR NO MATA, PERO ENCABRONA

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