confieso que he pensado
Las duras y las maduras
Los del sí y los del no, los del blanco y los del negro, continúan empeñados en negar la existencia de una amplia gama de colores.
Si algo caracteriza a las mejores familias es la sana costumbre de diferenciar entre las duras y las maduras. Que hay que decir esto o aquello: se dice, caramba, que el verbo es un don y la verdad una bendición; que conviene pasar de las palabras a los hechos: se pasa, puñetas, que nada hay peor que reconcomerse por dentro; que, llegado el caso, alguien se hace acreedor de un portazo, pues ¡tras!; y si se rifa un piñazo, ¡cataplás! Eso, obviamente, en las maduras, porque si obraran de tal guisa en las duras, huelga decir que de mejores, nada de nada.
Y nada de nada, es decir, más de lo mismo, es lo que volvemos a encontrarnos en estas islas ahora calcinadas, donde a unos y a otros, incluidos buena parte de los humildes e indignados ciudadanos, les ha faltado tiempo para señalar a éste, aquel o el de más allá como culpables de haber perdido la batalla contra los incendios forestales. Antes incluso de blandir la manguera, cada cual había mentado a sus particulares bichas, como si el fuego entendiera de buenos y malos –que haberlos, haylos, con seguridad a ambos lados de la mesa– y sobraran fuerzas para hacer dos cosas a la vez.
Los del sí y los del no, los del blanco y los del negro, continúan empeñados en negar la existencia de una amplia gama de colores. Mientras las llamas devastan el archipiélago, unos y otros se empecinan en hacer gala de esa política barata, de todo a cien para más señas, que tanto nos ha caracterizado en las últimas décadas, acaso por nuestro firme deseo de homogeneizarnos con el resto del territorio nacional. Ni siquiera en las duras, con nuestros bosques en llamas, prescindimos de ella, tal es su arraigo en nuestro patético espíritu ciudadano, ése que nos ha llevado a la triste situación social y económica en la que nos hallamos.
Como en un patio de colegio cualquiera, los niños contestones se muestran incapaces de contenerse y juegan a ver quién lanza el mayor de los improperios. Y mientras ellos se divierten y los entusiastas vecinos aplauden, los incendios, y con ellos los dramas de miles de personas, pasan a un segundo plano, evidenciando de nuevo que cuando se pierde el sentido de la medida, las cosas marchan peor que mal.
Una vez más, esta familia mal avenida llamada Canarias ha exhibido sin pudor su firme propósito no llegar a ningún sitio, porque quien se muestra incapaz de diferenciar entre las duras y las maduras corre el riesgo de consumirse en el fuego eterno.
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