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El Greco y la mística (III)

El Greco y la mística (III)

por óscar gonzález palencia y antonio illán illán

Lo esencial del hombre, para El Greco y su tiempo, es el espíritu. Los impulsos reformadores de Cisneros, la disposición crítica del erasmismo, el canon salido de Trento…Todo ello fue configurando un clima favorable a la teorización y a la expresión extática de las vivencias místicas. La sublimación del ánimo penitencial, al que ya nos hemos referido en anteriores entregas, junto con la confianza en la claridad divina que enjugara la oscuridad del pecado, se consideraron como estratos previos a la unión definitiva con Dios. La mística y el símbolo se unen necesariamente tanto en la pintura como en la literatura. Se había trazado, de este modo, un camino con tres escalas: la vía purgativa, la vía iluminativa, y la vía unitiva. El arte las pone de manifiesto, por eso el arte tiene que ser eminentemente simbolista. Este es el amplio y flexible marco en que se acotan un sinfín de corrientes místicas que proliferaron en la España de la época, y que, en Toledo, debían impregnar el ambiente con una densidad conforme con la impronta teologal de la ciudad. El Greco no podía ser ajeno al mundo que le rodeaba.

Si reparamos en la torrencial aparición de escuelas místicas (franciscana, agustina, dominica, jesuítica), cuyo tratamiento eludimos por exceder de los propósitos y del carácter de este artículo, convendremos en que no es estrictamente necesario establecer un puente entre El Greco y Santa Teresa de Jesús, como pretenden los defensores de las tesis vinculadas al casticismo para sostener el carácter místico de la pintura de El Greco. Vemos, por ejemplo, cómo en la Magdalena penitente El Greco presenta una visión de penitencia completa y la belleza sensual deja paso a una actitud meditativa (propia de la mística). Más allá de los matices, es interesante recordar que el modelo de expresión de la mística no fue refractario a la estilística petrarquista o al lenguaje de la lírica tradicional.

Con estos argumentos, y pese al rechazo expreso de todo lo profano según la normativa contrarreformista, podemos afirmar que no hay una ruptura taxativa entre el lenguaje de los neoplatónicos renacentistas y los místicos del Manierismo. Esto sirve para explicar la supuesta dialéctica en la identidad de El Greco que se colige del desdoblamiento de su obra, en la que conviven el mimetismo idealizado del Renacimiento y la «extravagancia» personalísima de su visión de lo ultraterreno. ¿Estamos ante una personalidad escindida entre la física y la metafísica? Si así fuera, lo cierto es que ambas dimensiones convergen en la obra maestra del artista: El entierro del Señor de Orgaz . ¿Acaso no es esta la plasmación más ajustada del viejo sueño que subyace a la Contrarreforma, ese que establece el correlato perfecto entre el cielo y la tierra, entre lo humano y lo divino? Y entre la tierra y el cielo ese simbólico útero que forman las nubes, por donde el ángel conduce el alma en forma de niño del señor de Orgaz, que está siendo enterrado por dos santos, hacia el cielo. He aquí el encuentro entre la mimesis renacentista y el misticismo imperante en la España ceñida a la pauta de Trento, entre el antropocentrismo humanista y la ontología trascendente de la mística, entre la imaginería realista del Renacimiento y el excéntrico desvío manierista. Y, como discurso que enlaza ambos planos, la razón y la fe, el mundo de las ideas y el de los sentidos, la metempsicosis, la platónica teoría de la transmigración del alma del hombre bueno, piadoso, virtuoso, que asciende a lo eterno, por haber hecho de su vida un ejemplo de conducta que tendrá perpetua continuidad sin falla... Así en la tierra como en el cielo.

La luz: la vía iluminativa o «llama de amor viva»

Es conocida la identificación reiterada que los místicos españoles hacen entre la luz, el fuego, la llama y la presencia divina. Ya hemos aludido, por lo demás, a la importancia de la vía iluminativa. En La Anunciación , apreciamos cómo la figura de María queda bordeada por una estela luminosa que la transporta a un estado extático, al tiempo que un rosal arde para rubricar la unión marital del alma de María con Dios. Este fuego místico es el mismo que en Pantecostés toca a los apóstoles hasta hacerles experimentar una mutación de su condición humana en otra divina. En la Asunción de la Virgen , las figuras celestes pierden por completo su similitud con modelos humanos; la desproporción de sus formas y la inverosímil posición de las figuras les acerca mucho más al referente de llamas que se elevan que a modelos antropomórficos. Estamos en presencia del simbolismo. Si la palabra es poesía simbolista en San Juan de la Cruz, las formas pictóricas del Greco también crean su propio sistema asociativo entre las formas y las ideas.

Los ejemplos de obras citadas, entre otros muchos que se pueden señalar citados parecen dibujar una línea que vincula estrechamente a los místicos y a El Greco. Podría llegar a pensarse en experiencias afines, pero, en realidad, no es necesario alcanzar tal extremo, que avalaría las tesis tradicionalistas a las que nos hemos referido más arriba; ni siquiera es necesario, en puridad, ver en el pintor un espíritu inspirado por el proselitismo piadoso, sino que resulta convincente el hecho de pensar que su ávida curiosidad intelectual le condujo a encontrar, en sus lecturas, la alegoría como medio de dar una respuesta iconográfica a las demandas de su clientela. Un intelectual conocedor de la simbología cristiana del momento de esplendor místico, sí; un místico como tal, no. Acreditan esta hipótesis algunos títulos que integraron el fondo de su biblioteca, como un ejemplar del De coelestial hierarchia del Pseudo Dionisio, más un buen número de diálogos de Franzesco Patrizi, eminente pensador neoplatónico. Recordamos que es en este libro en el que se trata de la belleza como reflejo de la hermosura del Creador, del conocimiento per nescientieam , el tema de la luz oscura o cegadora, donde esta luz es el elemento mediador entre el mundo físico y el metafísico dentro de la cosmovisión neoplatónica, que, por los demás, considera a Dios como la fuente primigenia de la que dimana, precisamente, toda luz. Dentro del propio código simbólico del neoplatonismo, los ángeles, portadores de luz, son los seres que median entre el mundo sensible y el suprasensible. Este conjunto de signos que completan todo un código de interpretación de lo divino no acercan perentoriamente la personalidad de El Greco a la de los grandes místicos del Manierismo, pero sí lo emplaza en un tiempo y un espacio que amalgaman el magma de una idea del mundo compartida, y que pudo hacerles partir de fuentes afines para resolver el problema de la expresión del misterio de manera análoga.

Interpretar el mundo interior de El Greco es una aventura por una intrincada selva, en la que no siempre hay datos suficientes para alumbrar el camino. Nosotros con estos artículos hemos querido situar al pintor como un hombre de su tiempo, conocedor, al menos, con profundo pensamiento y con sensibilidad humana, del imaginario colectivo y del sentido ideológico y religioso del mundo que rodeó su existencia.

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