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Corpus 1912: Toledo rinde homenaje al «cura volador»

POR ENRIQUE SÁNCHEZ-LUBián

Además de la solemne procesión eucarística, concursos de tiro, veladas musicales, verbenas populares, corrida de toros y funciones en el Teatro de Rojas, las fiestas del Corpus Christi en Toledo del año 1912 programaron un «espectáculo sorprendente y de gran atracción»: una exhibición aérea del piloto francés Pierre Lacombe, uno de los más afamados aviadores de la época. Su presencia fue colofón al homenaje que el ayuntamiento toledano rindió al jesuita Bartolomeu Lourenço de Gusmao, el cura volador , pionero de la aeroestación, cuyos restos reposan en la Iglesia de San Román, actual sede del Museo de los Concilios y la Cultura Visigoda

El sacerdote Lourenço de Gusmao nació en la villa de Santos, Brasil, en 1685. A los quince años viajó a Portugal, donde terminó sus estudios en la Universidad de Coimbra, destacando en los conocimientos de física y matemáticas. Imaginó un instrumento capaz de andar por el aire y el rey Don Juan V le concedió el privilegio de patente para desarrollarlo. Durante meses trabajó en la construcción de un artilugio aerostático al que dio el nombre de «La Passarola». «He inventado –escribió- una máquina por medio de la cual se puede caminar por el aire con mucha más rapidez que por tierra o por mar, pudiendo recorrer hasta doscientas leguas al día, y enviar despachos a los ejércitos y a los países lejanos. Con ella se podrán sacar de las plazas sitiadas a cuantas personas se juzgue conveniente sin que pueda estorbarlo el enemigo, y por medio de él se podrán explorar también las regiones próximas a los polos».

El 8 de agosto de 1709, en la Casa de Indias de Lisboa, presentó al monarca portugués su globo. Ante los asombrados ojos de la corte, «La Passarola» se elevó varios metros del suelo. Lourenço de Gusmao recibió los elogios de los presentes, quienes le apodaron el «cura volador», aunque el nuncio del Vaticano en Lisboa, Michelangelo Conti (futuro Inocencio XIII) vio en la hazaña una excusa perfecta para acrecentar sus recelos hacia los jesuitas: Bartolomeu era «socio del diablo».

Con esta etiqueta a sus espaldas, el «cura volador» hubo de poner tierra de por medio para escapar de la Inquisición y, unos años después, se refugió en Toledo, donde falleció el 18 de noviembre de 1724 a los 39 años de edad. Murió enfermo en el Hospital de la Misericordia y fue enterrado de caridad en la Iglesia de San Román.

Y allí permanecieron sus restos durante años, hasta que iniciado el siglo XX la memoria de Lourenço de Gusmao comenzó a emerger del olvido.

En septiembre de 1900, el Boletín de la Sociedad Arqueológica de Toledo difundió la partida de defunción de Lourenço. Al año siguiente, el concejal Félix Conde presentó en el ayuntamiento una propuesta para que Toledo reconociese al «cura volador» con el fin de que las generaciones venideras recordasen al pionero de la aviación.

El Corpus Christi de 1912 fue el momento elegido para rendir tal homenaje. El miércoles 5 de junio, a las diez de la mañana, la Corporación Municipal bajo mazas, con el alcalde Félix Ledesma a la cabeza, se dirigió en procesión cívica hasta la Iglesia de San Román, donde Ramón Molina, párroco de Santa Leocadia, ofició un solemne funeral. A su término se descubrió una placa en el atrio del templo recordando que allí reposaban los restos de Lourenço de Gusmao.

La fiesta de la aviación, como fueron convocados los actos, continuaron en el polígono de tiro militar, junto al cuartel de San Lázaro, con la exhibición aérea de Pierre Lacombe. El aviador francés despegó a las siete de la tarde y tras sobrevolar los parajes de Buenavista orientó su aeroplano hacia Algodor y la dehesa de Calabazas, viró de nuevo hacia el campo de tiro y llegó hasta la Venta del Hoyo; a su regreso aterrizó. Permaneció unos treinta minutos en el aire, no pudiendo volver a volar por una avería en la hélice. Entusiasmados, los espectadores le llevaron a hombros hasta el hangar y marchó a su hotel en coche descubierto. La prensa calificó la exhibición como sorprendente.

El 31 de octubre de 1926, los asistentes al primer Congreso Iberoamericano de Aeronáutica, reunidos en Madrid, peregrinaron hasta Toledo para dejar una corona a los pies de aquella lápida y descubrir una nueva estela como reconocimiento de «sus hermanos de raza» al precursor de la aeronáutica. Los congresistas vinieron acompañados del infante don Alfonso. La placa, de cobre repujado, fue realizada por el reconocido artesano Julio Pascual.

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Cuarenta años después, las autoridades toledanas recibieron una asombrosa petición. El gobierno brasileño solicitaba se les permitiese recoger de la cripta de San Ramón los restos de Bartolomeu Lourenço de Gusmao para depositarlos en el monumento en su honor construido en Santos, su ciudad natal. Los huesos del jesuita no pudieron ser identificados con certeza, al encontrarse revueltos junto con otros cadáveres, cenizas y tierra en un osario común a los pies del presbiterio. Se hizo una selección aleatoria [alguno de los presentes advirtió de que se tuviera cuidado de recoger solamente huesos de varón] y se depositaron en una pequeña urna, precintada con el sello del Ayuntamiento, que fue entregada al diputado federal Antonio Sylvio Cunha Bueno, venido ex profeso desde Brasil. Fue el 26 de junio de 1966 y en el Archivo Municipal de Toledo se conserva el acta de la exhumación. Como regalo de la ciudad, el representante brasileño también se llevó la placa inaugurada en el Corpus de 1912, que había sido labrada por la Escuela de Artes.

La sorprendente historia del «cura volador» inspiró a José Saramago la novela Memorial del Convento , publicada en el año 1982 y traducida al castellano por Basilio Losada, quien fue galardonado por este trabajo con el Premio Nacional de Traducción. El texto fue adaptado como ópera por Azio Corghi con el título de Blimunda , estrenada en el Teatro de la Scala de Milán.

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