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tribuna abierta

A los que me tuvieron fe

José Antonio Martín rompe su silencio después de que el Tribunal Supremo anulase su expulsión de la carrera judicial

José Antonio Martín y Martín

Hubo un tiempo en que fui profesor de Derecho Procesal Penal de la ULPGC. Impartiendo esta disciplina a futuros abogados, tuve la desgracia de verme sometido a dos procedimientos vergonzantes —uno penal por un supuesto delito de asesoramientos prohibidos y otro disciplinario fundamentado esencialmente en el mismo motivo— y, sobre otras consideraciones, quise ser consecuente con mi magisterio docente: usé del derecho de no declarar que el artículo 24.1 de la Constitución Española concede a todo ciudadano, por resultar evidente que la acusación no tenía más sustento que unas escuchas telefónicas ilegales, vulneradoras de otro derecho constitucional (art. 18.3), un criterio ratificado por la sentencia de la Sala Tercera del Tribunal Supremo de 30 de abril de 2012, que me exculpa de tales acusaciones. Pero el uso de tal derecho encrespó a tirios y a troyanos, y produjo un efecto totalmente contrario a las previsiones constitucionales. Sin embargo, cuando absuelto de la acusación penal, reclamé el examen de la acusación disciplinaria por el Tribunal Supremo , nadie quiso que rompiera el silencio que sirvió tanto para la nada profesional sospecha de los considerados técnicos en derecho, como para mi descrédito social en el que tantos personajes se significaron. La realidad es que a nadie le importaron mis explicaciones y, menos, la pura verdad de los hechos porque normalmente la verdad es prosaica y sin emociones, de escaso valor comercial frente a los desmadres de la imaginación.

Consiguientemente y casi por lógica, hube de admitir que en la España que hoy vivimos, perpleja por la crisis que no asuela, tienen mayor preponderancia los estragos de la imaginación que la serenidad que emana de la verdad. Por ello mismo, la verdad no interesa; como no interesan la prudencia, el pesado ejercicio de la razón o la justicia entendida como dar al César lo que es del César, que han pasado a constituir frivolidades en relación con otros valores que todavía nadie nos ha mostrado claramente en que consistan. En mi caso, un instructor poco respetuoso con ya milenarias normas de procedimiento, y al que nadie le contó la parábola de la aguja en ojo ajeno —realizó un sorprendente ejercicio de burda parcialidad; arrolló ilegítimamente derechos constitucionales elementales y utilizó técnicas acusatorias impropias hasta de un comisario político—, enarboló el de la imparcialidad objetiva que, carente de sustancia en el plano probatorio, tuvo que mezclar con otras acusaciones escandalosas, pero insostenibles, para que sus elucubraciones pudieran ser pasto de esa nueva justicia que llamamos mediática, como se puede comprobar, en cuanto que sólo sigo condenado por los teúrgos controladores de esos «medios».

No tengo espacio para tratar en detalle las acusaciones ni las razones —humanas y jurídicas— que las desvirtúan. El curioso que se acerque honestamente al caso puede sacar las debidas conclusiones de la lectura desapasionada y sin prejuicios de la sentencia del Tribunal Supremo que está en el origen de la necesidad de dedicar estos renglones a mis amigos y a todos cuantos, después de más de cuarenta años de ejercicio de la profesión sin tachas, le han concedido un margen de credibilidad a mi básica esencia de Juez. Sólo quiero dejar al buen criterio de quien me lea algunas consideraciones sobre asuntos serios y trascendentes que se ponen escandalosamente de manifiesto en este caso y que no han merecido en absoluto la atención de nadie... o, por lo menos, salvo honrosas excepciones, no han sido destacados con el vigor necesario para no resultar deglutidos por los ácidos de una prensa negra, que opina bajo el pretexto de informar.

Desde la Constitución de Cádiz, que cándidamente nos quiso hacer buenos y cumplidores, nos ha costado a los españoles casi dos centurias el conseguir el reconoci-miento de derechos tan importantes como el de la presunción de inocencia, el de no declarar contra sí mismo, el de la propia imagen, el de secreto de las comunicaciones, el de cátedra o el de informar libremente. Algunos creemos en ellos y vivimos en su consecuencia; otros, sólo los mientan en las tertulias diletantes. Pero hay unos terceros que no sólo tienen la obligación de conocerlos y respetarlos, sino también el ineludible deber de integrarlos en su conciencia y aplicarlos: los jueces. Es la garantía de que los españoles vivamos en paz y seguros. Un sector de la Prensa, los que se llaman a sí mismo los medios, otrora los más pegajosos mendicantes de tales derechos cuando eran ahogados por el Movimiento, hoy sin embargo los mantienen sin oxígeno en el saco del olvido y sólo esgrimen amenazadoramente el de informar para justificar las expresiones de intereses espurios.

Yo he sido una víctima del fracaso de esas dos instituciones cuando funcionan, no conforme a su sagrados fines, sino como organizaciones políticas o comerciales. El Consejo General del Poder Judicial es el órgano político de los jueces; el Tribunal Supremo es, en cambio, el árbitro final de la Justicia. Los “medios”, llegado un caso como el presente, defiende sus intereses en completa sintonía con los políticos de la institución judicial, de los que se alimentan. Por ello, cuando la sentencia del Tribunal juzga ilegítimas las acusaciones que la organización política judicial le hace al justiciable, los “medios” ventean las dudas que puedan surgir de la confrontación con la otra sentencia social que ellos han elaborado con el material suministrado durante el proceso (no existió una sola resolución del Instructor, de la Comisión Disciplinaria o del Pleno del Consejo del Poder Judicial que no me hubiera notificado por la prensa). Los argumentos jurídicos —procesales, administrativos o constitucionales— dejan de tener consistencia como medios de protección de la justicia al ser vilmente acusados de posibles tapaderas de inmundicias; la seguridad jurídica de los ciudadanos y la confianza en los tribunales son diluidos en el altar del escándalo, en la saña del rencor de los frustrados.

Se lucha entonces contra elementos que imponen el silencio a fuerza de gritar, y un consejo banal —solución de la sentencia de 25 de enero de 2010— a un abogado instructor de jueces se convierte en el susurro de un consiglieri a un cartel de la droga. Y esto sin remisión porque, sin conciencia clara de la finalidad de la información, se ha elegido el impacto que ha de producir en una sociedad desorientada la noticia escandalosa de la corrupción de un Presidente de Audiencia; no para orientarla indicándole de qué manera se pueden ver machacados derechos fundamentales o cómo debe realizarse escrupulosamente la justicia, sino para divertir con el ejercicio incomprensible de chapotear en escuchas telefónicas ilegalmente acordadas, para sugerir intencionalidades con el comentario o para zanjar la culpabilidad con la conclusión gratuita, sin oír a nadie, sin más pruebas que la perversión de la legalidad.

Fijas las miradas en mí, con absoluto desprecio de las pruebas, nadie quiso ver lo que rezuma mi expediente disciplinario. Cinismo, hipocresía, maledicencia, deslealtad. Pocas veces se habrá visto mayor parcialidad en la tramitación de un expediente; tanto incomprensible desprecio de la legalidad por quien tenía el deber profesional de respetarla; tal capacidad de tergiversación y falseamiento —la Comisión Disciplinaria del Consejo General del Poder Judicial se inventa una resolución de fecha 13 de septiembre de 2006, que no notifica, para mantener vivo un expediente que reconocía caducado—; tanta falacia para mezclar conceptos y tanta amnesia para recordar lo que me favorecía (tanto el Instructor como la Comisión Disciplinaria mezclan los asesoramientos para darle fuerza a la acusación, pero olvidan deliberadamente ¡diecinueve (19)! documentos que acreditan la falsedad de sus afirmaciones); y un sometimiento a la sentencia mediática capaz de romper con las formas por las prisas de que se notificara la expulsión de la carrera antes de que se hiciera efectivo el acuerdo de jubilación, que posteriormente anulan a su aire, sin respeto a las normas. Lo triste es que todo quedará sepultado en un pavoroso mamotreto que nadie va a leer nunca más. Lo último que quedará en vigor es el comentario ladino de una sentencia que dice textualmente que estima totalmente el recurso... el recurso que nadie, salvo los magistrados que dictaron sentencia, ha leído y que nadie tiene el menor interés en leer. Que en la parte dispositiva de esta sentencia del Tribunal Supremo se diga -tras estudiar el recurso y la totalidad del expediente creado por el Consejo General del Poder Judicial- que se me reintegra en todos los derechos administrativos y estatutarios que me correspondían en el momento de la separación, nada hará a la cuestión porque los excesivamente aficionados a la justicia, a su justicia, menosprecian la justicia de los Tribunales, y se han limitado a decir -a pensar, no; a decir- que es una manera formal de echar tierra al asunto porque no se ha entrado en el fondo.

En este escenario de horror, he discurrido como Sócrates: si lo que quiero es vivir sólo entre justos, tendré que irme a vivir al desierto. Y entonces he optado por volver a ser optimista y tener la oportunidad, como ahora hago, de agradecer a los amigos su confianza en mi integridad; a los que me llaman para felicitarme sinceramente y decirme que siempre han creído en mi, el detalle de su generosidad; a los que de verdad piensan que soy honrado y lo manifiestan públicamente, la seguridad de que no han errado porque nunca he perdido el sentido de la imparcialidad como atributo de un juez, y cuando en una ocasión actué en conciencia y, por encima de todo, quise ser consecuente con nuestros principios fundamentales -vivir honestamente, no hacer daño a nadie y dar a cada uno lo suyo-, tuve que llegar a las mismas conclusiones que Lucano en cuánto a la rareza de la justicia, y, como ya se sabe, lo raro no se entiende y, por ello, molesta a muchos.

A los que me tuvieron fe, gracias.

José Antonio Martín y Martín es magistrado jubilado y ex presidente de la Audiencia Provincial de Las Palmas. Doctor en Derecho y profesor universitario. Diplomado en Práctica Jurídica y en Criminología, obtuvo el primer premio de Estudios Jurídicos de la Rev. Foro Canario, y es autor de varios libros y decenas de artículos de Derecho.

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