DEL AGUA MANSA
QUE CONSTE CON ENE Y ESE
Que no todo el mundo puede ser nuestro prójimo, porque en la charca de los asesinos cada renacuajo tiene su cuajo
TRAS el auto de la Audiencia de Valladolid sobre el caso de la niña Olga Sangrador he oído y leído, aquí y allá, toda clase de argumentos: los estrictamente jurídicos que se limitan a los hechos, los que aplauden sin reservas una justa resolución, y los que, simplemente, se sienten aliviados por una sentencia que, según ellos, no podía ser de otra forma. En cualquiera de los casos, el auto de la Audiencia vallisoletana ha relajado la tensión, ha creado una confianza social absolutamente necesaria y, en este momento preciso, además, ha servido para despejar una incógnita que se había convertido en un clamor incómodo e ilustrativo: que el garantismo de las leyes sólo servía, casi siempre, para beneficiar al asesino en detrimento de las víctimas.
Por esto mismo —porque la Justicia a veces se echa una siestecita para ver mejor las injusticias—, me han chocado ciertos guiones peregrinos. Algunos tan ternuristas incluso —enternecidos por el asesino y a costa de una niña de 9 años—, que se dedican en sus artículos a deshojar la margarita y a tirar pétalos marchitos en tramos proporcionales: la mitad los dejan en las ventanas de la Audiencia vallisoletana, y la otra mitad en el alféizar barrado de la cárcel de Herrera de la Mancha. ¡Qué tíos! Esto me recuerda a Balzac, el padre de la novela naturalista, que corrigió severamente a su criado por una mentirijilla: «¡No podemos engañar a nuestro prójimo!». Y claro, el sirviente —que tenía orden de mentir siempre que llegaba un alguacil ejecutivo con la frase «El señor está fuera»— protestó. A lo que respondió indignadísimo don Honorato: «¡Es que los alguaciles no son nuestro prójimo!"»
Por deformación literaria o profesional repito lo mismo con el permiso del señor Balzac. Que no, hombre, que no: que no todo el mundo puede ser nuestro prójimo, porque en la charca de los asesinos cada renacuajo tiene su cuajo. Imaginar que valentín tejero —y suplico a los correctores de estilo de mi periódico que me permitan el uso de minúsculas para denominar con propiedad a este sujeto impropio— sea un señor, como algunos escriben, equivale a esa degeneración de los nombres que, según Platón, no merece la pena enmendar. Y bueno, considerarlo encima mi prójimo equivale a una grandeza que tiene que ver muy poco con el hombre y mucho con las cosquillas.
Hasta dentro de trece años, gracias a la sensatez y sensibilidad demostrada por la Audiencia de Valladolid —esperemos que el Supremo, si es que la defensa decide recurrir, ratifique en sus justos términos la sentencia—, no volveremos a gastar un solo gramo de tinta impresa para dilucidar si el cuajo de valentín tejero tiene el peso aterrador de un sacamantecas o la densidad tenebrosa del tío del saco. Yo espero que los dioses sempiternos me concedan la gracia y la integridad para poder escribir, dentro de esos años, exactamente lo que mismo que digo hoy sin ningún tipo de reserva, siguiendo la inclinación naturalista de Balzac: este asesino jamás de los jamases podrá ser mi prójimo. Por si acaso, que conste con ene y ese.
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