Karamanlis se transforma en Papandreu
Tras la comparecencia de Zapatero el pasado 12 de mayo, se ha abierto para España un momento político extraordinario, y yo me atrevería a aventurar que no muy duradero. Pero lo último está aún por ver. Lo que no está por ver es lo otro, ... quiero decir, lo extraordinario del momento. En esencia, ocurrieron dos cosas. La primera es que de forma abrupta, sin explicaciones, el presidente se identificó con lo contrario de lo que, hasta esa fecha, había querido significar para los españoles. El lector me dirá tal vez que esto no es tan sorprendente, y apelará al precedente griego. Presionadas por los acontecimientos, las autoridades de aquel país tuvieron que imprimir un giro de ciento ochenta grados a su política económica y recetar a la población un plan de adelgazamiento de los que cortan el resuello. Existe, sin embargo, una diferencia crucial con el caso español. El drama griego se ha representado por dos personas: Karamanlis, responsable ante la opinión de la fase de desgobierno que ha dejado a Grecia a un paso de la bancarrota, y Papandreu, que se encontró con el desaguisado y en la precisión de aceptar las conminaciones que le hacían sus socios europeos. Pero aquí el drama comprende a un solo actor. Sucede como si Karamanlis hubiera querido hacer de Papandreu. O trazando una analogía con el género chistoso de la mujer que es sorprendida con su amante: ocurre como si el amante, en lugar de tomar las de Villadiego, adoptara un tono solemne y calderoniano y afeara a la mujer el haber engañado a su marido.
La segunda e increíble cosa es que no oímos, en rigor, al presidente de nuestra nación. Escuchamos las recomendaciones de un funcionario del Fondo Monetario Internacional que desde las entrañas el robot en que el presidente se había convertido expresaba opiniones que éste no podía compartir. Por supuesto, las opiniones de autos son perfectamente asumibles por quienquiera que sepa sumar dos y dos. Pero éste no es el punto. El punto es que, de modo inédito para nosotros, se ha verificado un conflicto clarísimo entre las directrices que impone la economía internacional y la soberanía nacional. El conflicto no habría sido tal, o habría resultado menos hiriente, si el mensaje hubiese llegado de labios de un hombre compatible con las palabras que esos labios pronunciaban. Como la incompatibilidad era, y sigue siendo, manifiesta, el conflicto perdura. Señal de que los negocios graves no se resuelven con tippex. La democracia no es una sucesión incoherente de medidas políticas que se legitiman por el mero hecho de que su impulsor ha conseguido reunir una mayoría en el Congreso. La democracia es mucho más que eso. Es un orden moral que de ninguna manera cabe reducir a las combinaciones parlamentarias y sus variables y contingentes geometrías.
Aconteció una tercera cosa, a la que no tengo más remedio que referirme porque es grave en sí, y porque viene a cuento de otras que más tarde diré. Unos días después, Rajoy votó «no» al decreto-ley con que se pretendía aplicar, por vía de urgencia, la nueva política.
No me sumo a los que estiman irresponsable que Rajoy se opusiera a una medida cuyo naufragio en el Congreso habría puesto en situación de máximo peligro a la economía española, y ello por las razones que he enumerado hace un instante. La democracia es algo serio, tan serio, por lo menos, como la economía. Pero sí agrego mi perplejidad a la de quienes no comprenden que el jefe de la oposición no acompañara su «no» de un programa alternativo concreto y creíble. Rajoy debería haber presentado una moción de censura, aunque fuera para perderla. A pesar de que la hubiera perdido, sabríamos lo que piensa, y también sabríamos qué tiene previsto proponer al jefe socialista con el que habrá de contar tras ganar las elecciones, si es que termina por ganarlas. Según se perfila el panorama, un futuro Gobierno de coalición no es hipótesis descartable. En lugar de hacer esto, Rajoy se condujo como si España siguiera estando en la situación de hace dos o tres años, y las rutinarias labores de desgaste a que se consagran los políticos en fases de normalidad -pierdo un concejal en Villamediana de Arriba, adquiero dos alcaldes pedáneos en Villamediana de Abajo, y me quedo un poco mejor de lo que estaba antes-, continuaran siendo lo más importante en la vida de un presunto representante de los intereses generales. ¿Qué pretende Rajoy? ¿Ganar La Moncloa por mayoría absoluta, o con el complemento de CiU o del PNV, para ejercer a continuación la política antisocial que estigmatizó en el Congreso? ¿Ser, sucesivamente, Karamanlis y Papandreu? No, no es el camino.
Abramos el formato. España ha protagonizado, por reducción al absurdo, un episodio que afecta, con virulencia variable, al continente en su totalidad. Uno: se ha acabado el Estado Benefactor, en su acepción recibida. Dos: las elites políticas que han contribuido a este resultado, un resultado que nadie deseaba, son las mismas que deben guiarnos en un estadio distinto, ingrato, y de cuyos lineamientos generales sólo acertamos a tener una idea vaga, envuelta aún en niebla. Con suerte, la operación se consumará con éxito. Pero se necesita eso, suerte. Mucha suerte.
Hace tiempo que estaba documentada la insostenibilidad del modelo que algunos llaman socialdemócrata, desplazando al pasteleo de la política una denominación de cierto lustre doctrinal. Hace tiempo que ningún especialista discutía que la estructura del gasto público y el sistema de pensiones tenían fecha de caducidad, marcada, entre otras causas, por el gradiente demográfico de las naciones europeas. La crisis financiera ha puesto turborreactor a un proceso ya incoado, e impedido que unas clases políticas especializadas en la caza del voto a través del subsidio tuviesen tiempo de ceder el testigo, sin sobresaltos mayúsculos, a generaciones de profesionales no contaminados por los viejos e improrrogables hábitos. El mundo antiguo, el que ya se cae a pedazos, ha quedado maravillosamente bien descrito por el malogrado Henry Chadwick, clérigo inglés y especialista en el Bajo Imperio, en una biografía reciente de san Agustín (Augustine of Hippo. A Life, Oxford University Press). «En la Iglesia antigua», afirma Chadwick, «lo mismo que en las democracias seculares modernas, nadie estaba autorizado a ganar clientes usando su dinero. La cosa cambiaba, sin embargo, cuando el dinero era el de los propios clientes».
Sobre el implícito y recíproco engaño, se ha asentado el contrato social. Éste ha jugado un papel importante y en gran medida beneficioso, a despecho de su naturaleza fraudulenta. Pero el invento no daba más de sí, y venía siendo urgente mudar de partitura. Durante los años de las vacas gordas, a todo el mundo se le fue el santo al cielo, hasta que se produjo el parón en seco de 2008 y quedó el personal en cueros, el de arriba y el de abajo. Los votantes, entiéndase, los de abajo, no pueden dimitir de votantes. Y tampoco los políticos de políticos, a menos que se decidan a animar la fiesta elementos marginales y sin filiación conocida. Perspectiva que nadie que recuerde los desastres de los veinte y treinta puede contemplar con sosiego. Europa, en fin, pocas veces las ha visto tan gordas. La crisis económica podría constituir el primer frente de un temporal profundo, cuyo ojo o vórtice permanece todavía oculto. Atémonos al mástil, porque la mar viene crecida.
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