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Minaretes

LOS suizos han votado en masa contra los minaretes de las mezquitas porque les han preguntado por los minaretes de las mezquitas; si les hubiesen consultado sobre las mezquitas propiamente dichas cabe colegir un resultado de rechazo similar, porque ese referéndum refleja un estado de opinión pública hostil hacia el crecimiento de la inmigración musulmana. El asunto es trascendente, resbaladizo y complejo: afecta a la libertad de culto y tiene que ver con la xenofobia, pero también con el laicismo y con el hartazgo ante la expansión de una religión y una cultura que muchos europeos consideran incompatibles con sus valores de independencia moral.

Los debates poliédricos carecen de respuestas unívocas. Por más que pueda entenderse ese movimiento reactivo de autodefensa social, es imposible no sentir alarma ante una crecida de intolerancia populista. Los sentimientos primarios como el miedo son fáciles de manipular y provocan terremotos históricos cuando se proyectan sobre minorías raciales, culturales o religiosas. La Europa de las libertades se construyó desde el respeto y el humanismo integrador, y ese universo de refinamiento intelectual y ético no parece compatible con arrebatos de fobia. Tampoco puede obviarse, en sentido contrario, el abuso de permisividad con que el islamismo radical aprovecha la acogida de las sociedades abiertas para socavarlas desde el fanatismo; ni la propagación de inflamadas prédicas yihadistas en muchas mezquitas, ni las dificultades de convivencia que presentan comunidades en cuyo seno se posterga a las mujeres y se ignoran los derechos elementales en nombre de un falso multiculturalismo. El avance de la Eurabia de Oriana Fallaci es una palmaria amenaza para la civilización liberal, pero resulta moralmente dudoso combatirla mediante sacudidas de rabia colectiva, aunque se expresen en el cauce ordenado de las reglas electorales. Sin olvidar que el objetivo de esos ímpetus sociales pueden ser hoy los musulmanes como ayer fueron los judíos... y mucho antes los cristianos.

En todo caso, el debate está ahí, latiendo en el seno de las naciones europeas bajo el manto políticamente correcto de la integración y el mestizaje. No contribuyen a esclarecerlo muchos musulmanes abiertamente refractarios a los valores de sus sociedades de acogida, ni la enemiga quintacolumnista de la que blasonan los dirigentes del integrismo islámico, y menos aún la intransigencia feroz de unos países mahometanos en los que ni siquiera se puede soñar con un referéndum sobre los templos católicos. No hay quid pro quo. Es el debate crucial de la Europa de este siglo y no existen certezas esenciales salvo la necesidad de un orden de convivencia cuyas pautas tampoco están claras. Pero en España no debemos preocuparnos: aquí lo importante es discutir sobre el crucifijo de las escuelas.

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