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LA TERCERA

El inventor de la soledad acompañada

«Hace muchos años, en un cuaderno adolescente, Auster afirmó que 'el mundo está en mi cabeza. Mi cuerpo está en el mundo'. A partir de ahora su cabeza y su cuerpo y su mundo y su soledad sólo estarán en nuestros estantes. Y seguirán siendo la muy buena y mejor de las compañías para esa soledad inventada y llena de invenciones que vivimos cuando releemos o leemos»

La Tercera de ABC

CARBAJO&ROJO

Rodrigo Fresán

Días atrás, en el vórtice de Sant Jordi, un amigo muy leído que nunca había leído nada de Paul Auster me preguntó, con algo de culpa ante mi asombro, por dónde empezar. La respuesta no era fácil (porque, a su manera, todos los títulos ... de Auster acaban funcionando como diferentes movimientos de una misma sinfonía) pero, al mismo tiempo, se me hizo muy sencilla. No dudé más que un instante y, sí, hay escritores que tienen la suerte para mí (y el estigma para otros) de ya estar perfectamente formados con su primer libro. Allí –conscientes o no de que esas páginas son su Big Bang– aparece ya todo lo que vendrá en variaciones resonando desde un centro, como las ondas que provoca la piedra que se arroja a un estanque. Así que, sin dudarlo, respondí que lo mejor era comenzar por el comienzo de las dos piezas meta-auto-ficcionales –'Retrato de un hombre invisible' y 'El libro de la memoria'– contenidas en 'La invención de la soledad' (1982) que concentran y despliegan todo lo que escribirá y vivirá Auster: el pasado como esa fuerza que no pasa y el futuro como aquello que no es otra cosa que un presente constante y a punto de la entropía/distopía; las turbulencias del familiar secreto no a voces pero sí a susurros; las memorias de casas y calles y ciudades elevadas a la altura de personajes casi protagónicos o como telones de fondo y forma a pequeñas habitaciones; lo cerebral de todo corazón; un aire más claroscuro sin renunciar del todo al 'noir'; la ocurrencia constante pero a la Beckett (con quien Auster compartió pómulos y al que frecuentó en su juventud bohemia y parisina admirándolo hasta el final); angelicales destellos de Frank Capra y malabares de Cortázar y Calvino y una pizca de realismo mágico y folletín existencialista (ver 'El palacio de la luna' o 'Mr. Vértigo'); la casualidad permanente como mecánica narrativa (aplicada a una forma tan sólo en apariencia sencilla del posmodernismo al que, a su modo y manera, criticaba con gran elegancia) y a la que apelar porque era su marca registrada; la claridad absoluta para narrar lo más absolutamente 'dark'; y el destino como algo inescapable y único pero al que se puede contar de modo diferente sin por eso alterarlo. Y –en todo– una cierta mirada extranjera para las filias y fobias de su país que lo convirtió, para los suyos, en un espécimen un tanto exótico dentro de la literatura 'made in USA' (tal vez de ahí su agradecida obsesión para con Stephen Crane, otro raro nacional como ese otro fetiche suyo: Nathaniel Hawthorne), pero que a la vez lo consagró, un poco como lo que le sucede a Woody Allen, en ídolo de multitudes en Argentina y España y Francia.

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