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la barbitúrica de la semana

Zapatero, el resucitador

Sepulta las democracias y comercia luego con sus restos

El pulgar del emperador

Un festín de gusanos

Karina Sainz Borgo

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Ocurrió en Edimburgo durante el siglo XIX. William Burke y William Hare crearon una próspera y funesta empresa. Entonces, las facultades de Medicina sólo podían practicar disecciones a cadáveres de personas ejecutadas o cuerpos no reclamados. Con la revocación del Código Sangriento (1815), el ... número de ejecuciones disminuyó de forma notable, por lo que la Universidad de Edimburgo sólo disponía de dos o tres cuerpos al año para la enseñanza anatómica. La compra o donación incentivada de cuerpos dio origen a un mercado negro. Los llamados 'resurrectionists' (resucitadores), o ladrones de tumbas, desenterraban personas recién inhumadas, antes de que comenzara el proceso de descomposición, para venderlos a los anatomistas. La manipulación de cuerpos a cambio de dinero se convirtió en una práctica habitual, así que Burke y Hare dieron un paso al frente. Decidieron asesinar personas para luego vender sus restos a las aulas de anatomía. Atrajeron a sus víctimas a una pensión en West Port y ahí les dieron muerte. En total, asesinaron a dieciséis. Vagabundos, prostitutas, enfermos, huérfanos, personas sin conexiones familiares ni recursos. Tras emborracharlos y asfixiarlos –no debía quedar signo alguno de violencia–, los vendían. En toda esa cadena comercial intervenían sepultureros, ladronzuelos y médicos, quienes aceptaban los cuerpos haciendo la vista gorda. Tanto Arthur Conan Doyle como Louis Stevenson se valieron de la historia de Burke y Hare para crear ficciones que reflejaran el conflicto moral que aquella práctica suponía. «Yo lo vi, y lo dejé pasar. Yo estaba allí, y lo aprobé. Yo ayudé, y me he callado desde entonces. Esto me devora el alma, noche tras noche», dice Fettes, el narrador del cuento 'El ladrón de cadáveres', de Stevenson, un estudiante de Medicina de la Universidad de Edimburgo, a quien, ya viejo, lo consume el remordimiento por haber permanecido en silencio, a pesar de conocer el turbio origen de los cadáveres que recibió en la cátedra de Anatomía.

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