La tercera
El progreso no necesita progresistas
«Progre es un subproducto posmoderno, sobrado y resentido, que se cree Ortega y que la cultura le pertenece, sobre todo la noche de los Goya; ignorando que el epicentro de la cultura ha basculado (a nuestro pesar) de las imprescindibles artes y humanidades hacia la ciencia y tecnología y a una amplia ontología que estas disciplinas fomentan»

En época de la Revolución Francesa, se produjo una filosofía del bienestar llamada progresismo. Hubieron de coincidir para ello tendencias múltiples en alimentación, salubridad, migraciones y demografía. El progresismo buscaba el progreso y lo encontró. Pero ningún estudioso de entonces pudo aclarar en qué consistía ... aquel fenómeno, aún balbuceante, que permitía mejorar la sociedad.
La Revolución Industrial, con la que enlaza, genera nuevas clases sociales: el proletario sustituye al campesino; el burgués desplaza al aristócrata; el pensador al monje. Numerosas innovaciones y una mayor seguridad jurídica fomentan la creación del capital en forma de manufacturas y transportes, que relegan a la agricultura, la artesanía y el comercio. Y en el origen aparece un protagonista: el emprendedor; egoísta para algunos y vital para otros. A partir de aquí, progresismo y progreso se disocian como conceptos. El emprendedor crea el capitalismo y, como hirviente escocedura, surge la doctrina socialista.
Aquellos que criticaban el capitalismo, en ocasiones con razón (por ejemplo, León XIII en la «Rerun Novarun»), terminaron aceptando sus contribuciones. De hecho el liberalismo embrionario se humanizó con el tiempo, y acabó siendo el impulsor del desarrollo y de la lucha contra plagas y pobreza. El capitalismo como artífice de la tecnología y de la innovación, alumbró al trabajador de conocimientos en sustitución del manual. En paralelo, los grandes medios de producción transitaron en ocasiones de la titularidad privada al dominio institucional, como los Fondos de Pensiones, e hicieron de trabajadores y sindicatos -con sus aportaciones anuales- inesperados accionistas. Vivirlo habría sido el ensueño de Karl Marx, pero el progresismo prefirió otro camino y llevó al fracaso a la Unión Soviética y a la China de Mao.
El progreso precisa cubrir las necesidades cambiantes del individuo, o como diría Flaubert: «Llegar al alma de las cosas», mientras que el progresismo se ha quedado en una forma grandilocuente y poética de predicar el cambio. La persona nace con una inteligencia particular y con becas o sin ellas logra una determinada instrucción. Lo que la diferencia a la hora de progresar, por encima de su talento y de su instrucción, es su capacidad de riesgo. Interpretar en el teatro «Sé infiel y no mires con quién» para un actor no supone un reto especial, pero si le plantean afrontar «Las Sillas» de Ionesko, puede vacilar ante la incertidumbre del resultado. Pues bien, un individuo sin capacidad de riesgo (más allá de la epopeya de correr delante de los mossos) podrá ser desenvuelto o ilustrado, pero incapaz de muchas cosas, entre ellas, de crear puestos de trabajo o de pintar con atrevimiento como García Sevilla.
Los progresistas han intentado igualar las diferencias personales con impuestos y aprobados complacientes, pero no han podido impedir que unos senegaleses se jueguen la vida en una patera buscando el progreso. A estos personajes liminares no se les reconoce como progresistas, pero una idea revolucionaria como fue la invención de la fregona (arriesgada de comercializar por derechos de propiedad), posibilitó a millones de mujeres dignificar su trabajo; o un antitumoral de empeño esquivo como el Yondelis, también español, salvó muchas vidas y prolongó otras, como la del presidente venezolano Hugo Chávez. En definitiva, el progreso ofrece aportaciones concretas; y el progresismo, por lo general, retórica, así como silencios ominosos cuando se beneficia mezquinamente de los avances del capitalismo.
La persona no está preparada para determinados cambios, como vemos estos días. Pero siente el progreso, por friqui que ella sea, si esos cambios la mejoran, y si no es así, es que no es progreso. Cuando el progresismo nos sugiere emancipar la mente con engendros de un feminismo enloquecido, neologismos pedantes como «racialidad», u ocurrencias ecológicas de que ordeñar una vaca es robar al ternero, ¿Qué valores o avances personales estamos identificando? Aventuro una analogía para aclararlo: «Las empresas no crean valor, acumulan inversión». El valor lo crea el cliente cuando lo paga. Pues bien, con el progreso ocurre lo mismo. Los partidos progresistas no crean por definición progreso, este solo se produce cuando la persona acepta una iniciativa con sentido de pertenencia. Progreso son conocimientos y contribuciones -para lograr objetivos de calidad- que reflejan su valor en los ojos admirados de los demás. El progreso no es ser Ramón y Cajal, es nuestro hijo viendo el sacrificio de los médicos y queriendo serlo.
Con los años, el progresismo que actuó de filosofía rectora del progreso se congeló, redujo sus indiscutibles prestaciones, y fue sustituido por el verdadero cuerpo doctrinal que lo originaba: el management, que a su vez ha dado a luz a formas novedosas de manejar la medicina, nanotecnología, robótica, inteligencia artificial, big data, climatología, o los cinco grandes descubrimientos de la física contemporánea. Ante estos adelantos, los progresistas de toda la vida, por falta de autoexigencia o razones ideológicas -el capitalismo les ha hurtado el progreso- han desatendido su divisa pionera: «El conocimiento os hará libres». El progresista ahora no crea riqueza (la distribuye) y ni la filantropía ni los trabajos pro bono lo arrebatan. Con esa molicie ha devenido mayoritariamente en «progre»: un subproducto posmoderno, sobrado y resentido, que se cree Ortega y que la cultura le pertenece, sobre todo la noche de los Goya; ignorando que el epicentro de la cultura ha basculado (a nuestro pesar) de las imprescindibles artes y humanidades hacia la ciencia y tecnología y a una amplia ontología que estas disciplinas fomentan.
El progresismo que hoy nos rodea no profundiza en la idea de Argyris sobre cómo actúa el cambio; de que una cosa son los comportamientos requeridos de los ciudadanos y otros los emergentes, y que subir en exceso los salarios incrementará el paro, que convocar una multitudinaria manifestación en medio de una pandemia puede ser una irresponsabilidad, que quizá podamos imponer una tasa Geogle a Trump, pero que será el campo español el que la pague. El progresista vive en un predio nostálgico de ideas brillantes, cuando debería somatizar sus consecuencias. Se acoge permanentemente a la vaguedad del diálogo como solución para todo, y a la pretendida superioridad moral de la izquierda (que recuerda a la del Alcoyano). Al progreso, por el contrario, no le va esa verbosidad, le va la disciplina. Sus beneficios son medibles en longevidad, felicidad, innovación, salarios, impuestos, dividendos y puestos de trabajo.
En la nueva realidad en la que nos encontramos, al «progre» el futuro le viene grande. Habla de eutanasia, legisla el flirteo, e inventa nada menos que «la lactancia reivindicativa», pero deja que sea el capitalismo quien resuelva el problema del coronavirus; dejación, que como en tantos otros casos, le condena a una rampante mediocridad. Vemos con el ejemplo de esta epidemia, que el progreso se ha vuelto silenciosamente autónomo y los emprendedores no esperan ninguna contribución del desparpajo de los progresistas.
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José Félix Pérez-Orive Carceller es abogado
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