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El alto precio de ERC

PASQUAL Maragall era un político amortizado, un recuerdo de los mejores tiempos del PSC, cuando, por obra y gracia del desproporcionado poder que nuestro sistema electoral confiere a las minorías, ERC lo convirtió en president. Aritméticamente debió haber sido Artur Mas el sucesor de Jordi Pujol al frente de la Generalitat, pero el partido de Josep Lluís Carod-Rovira rompió el equilibrio establecido y, sin mucho respeto a las propiedades de la suma, juntó peras con ciruelas y dio paso al famoso tripartito que, además de gobernar en Cataluña, sostiene a José Luis Rodríguez Zapatero al frente del Gobierno del Estado. Una cadena límite en la falta de respeto a las mayorías y un caso singular de establecimiento de poderes pactados entre los representantes populares, sin que conste esa misma voluntad por parte de sus electores.

Lo que cabe preguntarse, como ejercicio de refresco para los ocios veraniegos, es si a Maragall le compensará el alto precio que debe pagar, día a día, para seguir viviendo su ensoñación presidencial. Un precio que, en ocasiones, llega a la humillación y anula los muchos méritos pasados de un nacionalista que, en función del ambiente y las compañías, se creyó socialista. Así, por ejemplo, cuando el «primer ministro» de la Generalitat, Josep Bargalló, no cesa de recordar que si la negociación del Estatut no discurre por los cauces que impone su minoría ERC deberá «valorar nuestro acuerdo de Gobierno tripartito». Eso es tanto como amenazar con unas elecciones anticipadas; es decir, el chispazo que puede despertar al líder socialista catalán de su sueño biográfico.

ERC es un partido que suma su escasez representativa a su naturaleza secesionista, y eso exige mucha impertinencia amplificadora de su propia voz. No es un asunto de fe, sino de liturgia. Cuando John Ford rodaba Pasión de los fuertes hacía que un sacerdote recorriera cerca de doscientos kilómetros por caminos polvorientos para que los católicos -él lo era como buen irlandés- no perdieran la misa dominical. Lo malo es que, de paso, obligaba a los judíos, protestantes de todas las confesiones y agnósticos en general que trabajaban en su equipo a asistir piadosamente a la ceremonia. Era una forma de afianzamiento de poder equivalente a la que ahora utilizan Carod-Rovira y, por delegación, su número dos y principal ideólogo. Si no le obligan cotidianamente al president a desayunarse con un sapo, ¿cómo sabrá Maragall quién y con qué voluntad le sostiene en el sillón? La «ideología» de los grupos como ERC no es otra que la de hacerse notar y tratar de marcar «su» diferencia, algo muy difícil de explicar, salvo en términos de poder. Podría ser que a Maragall, cercano ya su mutis político, le compense el precio para jubilarse en la Generalitat; pero ¿también al debutante Zapatero?

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