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DISPAREN CONTRA KENNEDY

EL pasado miércoles, «Documentos TV», el excelente programa dirigido por Pedro Erquicia, conmemoraba el cuadragésimo aniversario del magnicidio de Dallas con un documental tendencioso que ponía a Kennedy como chupa de dómine. Abogados de la mafia, esbirros de Hoover y empleados desleales del presidente asesinado ensartaban imputaciones gravísimas, con una desfachatez y una virulencia que atentaban, no ya contra la verdad, sino contra esa mínima exigencia de ecuanimidad que debe caracterizar el tratamiento de la Historia. Me sorprendió, en primer lugar, que un programa de tan limpia ejecutoria acogiese un ejercicio de burda propaganda antikennediana; también que, a pesar de llevar tanto tiempo criando malvas, la figura de JFK suscite rencores tan enconados. Enseguida pensé que un documental semejante no podría haberse realizado si no subsistiesen fuerzas poderosas empeñadas en el descrédito de quien, en competencia con Roosevelt, ha sido el más admirado de los mandatarios estadounidenses del pasado siglo. Y es que en Dallas murió un hombre y nació una leyenda; y para matar las leyendas se requieren armas más mortíferas que para taladrar la carne.

Así, por ejemplo, en el documental de marras se acusaba a Kennedy de haber gobernado en connivencia con la mafia, incluso de haber sido un pelele en sus manos. Es sabido que la fortuna amasada por Joseph Kennedy procedía, en una medida nada exigua, de tráficos fraudulentos; es sabido, también, que la mafia respaldó la elección de JFK como candidato, pues en él veían un salvoconducto que le permitiría consolidar y extender su dominio. Pero no es menos sabido que Kennedy auspició una persecución sin precedentes contra el crimen organizado, impulsada por su hermano Robert desde la fiscalía general. En su afán inmoderado por desprestigiar al presidente asesinado, el documental incurría en contradicciones grotescas: por un lado, se señalaba su furibundo anticomunismo; por otro, se atribuía a cobardía personal el fiasco de Bahía de Cochinos. Por supuesto, en ningún momento se resaltaban los logros conseguidos por la administración Kennedy en la lucha contra la discriminación racial (o sólo se mencionaban como operaciones de maquillaje); y se magnificaban, con el peor estilo charcutero, sus lances de alcoba, presentándolos como episodios que pusieron en peligro la seguridad de la nación.

Tampoco la llamada «crisis de los misiles» de octubre de 1962 recibía tratamiento detenido en el bodrio. Y es que es aquí donde la estatura de JFK se agiganta a los ojos de las generaciones actuales, donde su grandeza resalta, por contraste, frente a la burricie de personajillos como Bush. Las grabaciones de las negociaciones mantenidas con Moscú, así como de las discusiones entabladas con los generales del Pentágono, nos muestran a un político que sabe renunciar a la ebriedad de la victoria en aras de la paz. Durante aquellos trece días que mantuvieron al mundo en vilo, JFK logró reprimir los ímpetus belicosos de sus halcones, que lo presionaron sin descanso para que ordenara la invasión de Cuba, y vencer las reticencias de Kruschev, hasta conseguir que retirara sus misiles de Cuba. El savoir faire demostrado por Kennedy en aquella ocasión, su finura negociadora, su paciencia, su coraje contrario a la exhibición de fuerza, adquieren hoy, cuando padecemos las consecuencias de la torpe guerra decretada por Bush en Irak, una resonancia y una actualidad insospechadas. No hace falta rebajarse a la hagiografía para reconocer los méritos de aquel gobernante que ilusionó al mundo. En cambio, es preciso recurrir a la propaganda más calumniosa para acallarlos. Pero ni siquiera así, disparando a traición, matarán la leyenda de Kennedy.

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