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Bandoleros

TENGO que escribir algo sobre Julio Caro Baroja y el casticismo, para el catálogo de la exposición conmemorativa del décimo aniversario de su fallecimiento, y viajo a Ronda en busca de inspiración. También es manía esto de irme hasta Ronda, cuando hoy lo más castizo de España es el Bernabéu, ese prado donde aterriza Bono. Pero a don Julio le gustaba la Andalucía inventada por los ingleses y a Ronda me he venido. No exactamente a Ronda (no tendría gracia), sino a Benaoján, a cosa de siete leguas del Tajo (de Ronda), y, en Benaoján, al Molino del Santo, un hotelito delicioso, con grata carta de vinos, donde cierras los ojos y te crees en Bloomsbury.

En Ronda está el Museo del Bandolero, a tiro de trabuco del Puente Nuevo. Para ir entrando en ambiente, te cobran tres euros la visita, lo mismo que una película de estreno en Callao un miércoles. Estas tarifas, ¿son de la era de Carmen Calvo o vienen así desde Diego Corrientes?, pregunto a la empleada. Ella se encoge de hombros. Pido una guía. No hay guía. En la tienda venden mantas jerezanas y retacos de pega. El interior del museo, sin embargo, es didáctico y apelmazado. Ni un centímetro cuadrado de pared sin información. Lástima que predominen los facsímiles y las reproducciones, algunas birriosas. En las copias de fotografías de bandoleros muertos, todos aparecen muy desmejorados.

España y el mundo hispánico han producido mucho bandido generoso. El más conocido de los bandidos hispanos fue, paradójicamente, un hijo de inmigrantes irlandeses en los Estados Unidos, Billy the Kid. La leyenda dice que le llamaban así porque empezó la carrera a temprana edad -once añitos tenía cuando talló la primera muesca en la culata de su revólver- y porque conservó hasta su muerte un aire infantil. Bobadas. Su apodo inglés era traducción del español. Niño (es decir, macho) fue sobrenombre de multitud de bandoleros españoles (los de Écija fueron Siete, nada menos). Y no tenían nada de niños. El Niño del Arahal, abatido junto al Pernales en la sierra de Albacete, era más feo que Picio, por ejemplo. Billy el Niño se rodeó siempre de hispanos. Hablaba perfectamente el español y murió por hablar español cuando no debía. Pat Garrett lo mató en un fonducho, disparando sobre un bulto durmiente al que oyó pronunciar la frase cierre la puerta, joven. Tiró contra el idioma, no contra un hablante en concreto.

Marx escribió que en todas las partes los bandidos se han metido en política, pero que sólo en España el bandolerismo se transmutó en un partido político, el carlismo. Mentira marxiana: el carlismo nunca fue partido político. Bandoleros, los hubo de distintas tendencias, como es bien sabido. José María el Tempranillo era absolutista y terminó de policía fernandino durante la Ominosa. Su contemporáneo Luis Candelas, madrileño y liberal como Ruiz-Gallardón, no se perdió un fregado revolucionario desde el pronunciamiento de Riego. De los bandoleros catalanes, no consta que ninguno fuera nacionalista. Roque Guinart, tan famoso en su tiempo que Cervantes lo hizo personaje del Quijote, defendía los intereses de los frailes contra el obispo de Tortosa. O el de Vic, no recuerdo bien. Sin embargo, muchos de sus secuaces eran hugonotes gascones, o sea vascos calvinistas.

Los auténticos bandoleros no actuaban solos. Levantaban partidas. El bandolerismo español fue gregario y por eso precisamente tuvo una dimensión histórica importante. El salteador solitario no crea historia. A Caro Baroja le interesaban distintos aspectos del bandolerismo: su conversión en tema castizo, su relación con las culturas de la violencia y el estrictamente lombrosiano. Le fascinaba en tal sentido, por su gran interés para la antropología criminal, el archivo fotográfico del gobernador Zugasti. Don Julio no era un determinista, aunque tituló uno de sus últimos libros La cara, espejo del alma. Sin embargo, nunca logró desentrañar un enigma del terrorismo: «Fíjese usted -decía- en los pobres bandoleros andaluces. Tras su primer muerto, se les quedaba cara de mujiks de Dostoievski. En cambio los de ETA matan y matan y no parece que hayan roto un plato en su vida». ¿Misterio vasco? Nada de eso. Se trata de otro misterio. Del banal misterio de las ideologías.

JON

JUARISTI

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