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Adaptarse a las circunstancias

HA anunciado Rajoy, en mangas de camisa, que su partido «hará todos los cambios necesarios para adaptarse a las nuevas circunstancias». Ignoro cuáles son los cambios a los que se refiere Rajoy; pero, desde luego, si desea «actualizar los mensajes» que su formación política dirige a la sociedad, deberá empezar por «actualizar» a los emisarios. Siempre me ha sorprendido esa propensión al anquilosamiento que atenaza a las facciones políticas cuando pierden el poder y que las obliga a intentar recuperarlo manteniendo al frente a los mismos que llevan esculpida en la frente la fórmula de la derrota: lo probó tozudamente la facción ahora gobernante, tras el desalojo de Felipe González; y lo prueban, con idéntica vocación languidecente, las huestes de Rajoy, ignorantes de que la única higiene que garantiza la revitalización de un proyecto político es la renovación de la plantilla. La gente le pone rostro al fracaso; y mientras la facción opositora no asimile esta elemental (y quizá cruel) enseñanza, no hará sino dilatar penosamente su descalabro.

No se trata de desalojar a puntapiés a quienes ofrecieron su servicio en un anterior ciclo ya clausurado; se trata, simplemente, de propiciar un paulatino juego de relevos, sin escenificaciones traumáticas. Mientras más se postergue ese relevo natural, más desgarrador resultará; mientras más se empeñe en diferirlo la facción opositora mediante parches y remiendos, más brechas de agua abrirá en un barco que fue equipado para una singladura bien distinta a la que hoy arrostra. Rajoy heredó un partido cuyo rumbo había sido fijado con antelación para navegar por aguas bonancibles; pero llegó el Chino, provocó un maremoto y rectificó ese rumbo. Quizá la tripulación que entonces gobernaba el barco no sea responsable del naufragio; pero resultará una tarea estéril tratar de recuperar a los pasajeros que entonces abandonaron en tropel el barco, temerosos de perecer ahogados, mientras no vislumbren que el capitán propone a personas distintas para los puestos de timonel y vigía. Seguramente, la chalupa en la que entretanto los pasajeros navegan a la deriva no les despierte mayor confianza, pero la pereza o el conformismo los convierten en rehenes de aquella decisión precipitada que los impulsó a abandonar el barco. Y mientras el capitán titubea, temeroso de provocar un motín entre la tripulación, la chalupa no hace sino alejarse, empujada por corrientes adversas. En el horizonte ya se avizora la isla de las sirenas, deseosas de atraer a los pasajeros de la chalupa con sus cánticos.

En este necesario impulso de renovación, a Rajoy lo agarrota cierto sentimiento de culpa, quizá también un instinto de supervivencia. «Actualizar» a los emisarios encargados de divulgar el mensaje se puede interpretar como una traición indecorosa a quienes lo han acompañado hasta hoy en la travesía; por lo demás, cuando alguien se pone a soltar lastre inmoderadamente corre el riesgo de ser empujado por la borda, a poco que se descuide. En una coyuntura tan difícil, Rajoy tendrá que actuar con reflejos, para evitar que surjan en su partido tontos útiles que se desmarquen de su acción y se apresuren a reclamar ante los micrófonos lo que debe hacerse con discreta delicadeza; deberá, también, obrar sin precipitaciones, evitando que quienes ahora ostentan la representación más visible de su partido se sientan desplazados o zaheridos; deberá, sobre todo, conseguir que ese necesario relevo no sea traumático ni chirriante, para no aparecer como un zascandil desnortado. Si por fin se atreve a impulsar una tarea que no admite mayor dilación, encontrará personas dispuestas a tomar el relevo.

Rajoy ha anunciado en mangas de camisa que su partido necesita «adaptarse a las nuevas circunstancias»; ahora ya sólo le falta remangarse y ponerse manos a la obra.

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