Resecos
LA carestía de agua amenaza con convertirse en un mal endémico que no hará sino agravarse en los años sucesivos. Sospecho, sin embargo, que los españoles aún no somos conscientes de las penurias que se nos avecinan; basta consultar nuestros índices de consumo para advertir el desafuero que estamos cometiendo. Suele esgrimirse que el agua es un recurso necesario para generar prosperidad; en cambio, se silencia que la prosperidad acarrea un consumo inmoderado de agua, pues genera necesidades superfluas, hasta convertirse en un signo de ostentación social. El crecimiento económico se traduce de forma inmediata en una búsqueda ilimitada de bienestar; y esa búsqueda ilimitada de bienestar nos transforma en criaturas comodonas, a la vez que destierra de nuestra conducta cualquier asomo de austeridad.
Hace unos días, viajé a mi ciudad levítica y supe que acababan de inaugurarse un par de esos establecimientos para pijos en remojo denominados SPA. Simultáneamente, las restricciones en el abastecimiento de agua habían comenzado en varias localidades de la provincia. ¿En esto consiste el progreso? ¿En colmar ciertas voluptuosidades decadentes mientras ni siquiera se pueden atender las necesidades más elementales? Cada vez que tal o cual municipio decide convertir un secarral en un campo de golf se alega que el derroche de agua que exige su riego redundará en creación de empleo y riqueza. Simultáneamente (quizá, incluso, en el mismo término municipal), los agricultores tienen que serrar sus árboles frutales, antes de verlos consumirse exangües. ¿En esto consiste el progreso? ¿En favorecer un turismo de pasta gansa mientras la agricultura se convierte en un sector subsidiado? Los noticiarios televisivos nos ametrallan cada día con imágenes de ríos de cauce exhausto y pantanos convertidos en charcas donde apenas logran sobrevivir las ranas. Simultáneamente, cientos de miles de familias españolas chapotean jubilosamente en sus piscinas particulares, cuya agua renuevan cada verano. ¿En esto consiste el progreso? ¿En favorecer y estimular ciertos lujos pequeñoburgueses, al alcance cada vez de más bolsillos, mientras la tierra se consume reseca?
Alguna de las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan concluirá que me estoy dejando arrastrar por la más burda demagogia. No negaré que en la confrontación de estos fenómenos simultáneos pueda alentar cierta tendenciosidad tremendista. Quizá frecuentar un SPA, jugar al golf o chapotear en una piscina particular no sean actividades intrínsecamente malvadas; pero creo que son rasgos que denotan un entendimiento perverso del progreso. Llámenme premoderno, si así lo desean; pero mientras asentemos nuestro bienestar en la satisfacción de necesidades superfluas, mientras no aceptemos que la carestía de agua exige, antes que soluciones políticas, sacrificios personales, nunca lograremos atacar la raíz de un problema que no hará sino agravarse en los próximos años. Mientras escribo este artículo me acuerdo de mi abuelo, que se aprovisionaba de agua en un hontanar que manaba a las afueras de mi ciudad levítica; a medida que mi abuelo se iba haciendo viejo, el chorro del hontanar se adelgazaba y enlentecía, como si reclamase la extremaunción. Nunca olvidaré el gesto de aflicción y pesadumbre que ensombrecía el rostro de mi abuelo, mientras arrimaba el gollete de la garrafa al chorro moribundo. Mi abuelo, por cierto, se bañaba de guindas a brevas; pero les aseguro que su piel añosa, curtida en la renuncia y en la austeridad, olía mil veces mejor que la de esos pijos en remojo que no salen del SPA: daba gusto restregarse contra ella, para secarse los labios, después de refrescarlos en el agua de la garrafa, que mi abuelo guardaba como si fuese oro en paño.
JUAN MANUEL DE PRADA
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