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Humor en el hemiciclo

Supongo que mi dilecto Luis Carandell, especialista en la colección del Celtiberia Show y de las chiribitas de humor que de vez en cuando saltan en el Parlamento, habrá archivado ya este reciente rifirrafe entre Carmen Romero, esposa del ex presidente del Gobierno, y Mariano Rajoy, ministro de Interior. Mariano Rajoy, un sosegado coñón del Reino, que diría Alfonso Ussía, además de gallego tranquilo, ha dado a la ilustre diputada por Cádiz, inventora feliz del «jóvenes y jóvenas», una respuesta parlamentaria digna de sir Winston Churchill. Recordaré una muestra muy conocida. En una sesión de la Cámara de los Comunes, cierta diputada de carácter ácido y especialmente agresiva dirigió a Churchill una frase de inquina, casi de odio: «Si yo fuera su esposa, le pondría veneno en el té». Churchill respondió sonriente, con presteza y a bote pronto: «Y si yo fuese su marido, me lo bebería».

Carmen Romero, en el curso de una interpelación a Mariano Rajoy, ha caído en la tentación de acusarle: «Usted cree que los españoles son imbéciles». Y el sosegado ministro, con sorna galaica: «No, no, ni siquiera lo pienso de usted». La anécdota se incorpora a las más celebradas de nuestro Parlamento. El diputado conservador Angel Ossorio y Gallardo se oponía a la Ley del Divorcio que presentaba la izquierda en las Cortes de la República. «Señores diputados: Yo no me opongo a la disolución del vínculo. Pero, ¿y los hijos? ¿Qué vamos a hacer de nuestros hijos?» El jabalí de aquel Congreso, según la clasificación orteguiana (tenores, jabalíes y payasos), Joaquín Pérez Madrigal saltó enseguida: «Por de pronto, al suyo ya le hemos hecho subsecretario».

Hablaba en el Parlamento don Juan de la Cierva. Lo que decía no le placía a Sánchez Guerra, aunque luego pasó del partido liberal al conservador. «¿Qué se puede esperar de su señoría si es diputado por Mula?» «Pues anda que de su señoría, que lo es por Cabra». No sé si fue Indalecio Prieto, el famoso «don Inda», el destinatario de aquella respuesta famosa de don José María Gil-Robles. «Su señoría usa calzoncillos de seda», acusación que en aquellos años equivalía a decir que permanecía en el armario. Gil-Robles se revolvió: «¡Qué indiscreta es su señora!».

En este Congreso de los Diputados, donde los socialistas nos tienen acostumbrados a esos rasgos de ingenio que consisten en decir «Aquí, hay que empezar a repartir hostias» (Guillermo Galeote), a llamar al presidente del Gobierno «tahúr del Mississippi» y donde el arte de la injuria se fundamente sobre todo en dos vocablos: «cabrón» e «hijoputa», esta insólita y solitaria muestra de regreso al humor parlamentario de buena traza supone un chorro de agua fresca que cayera sobre nuestras cabezas en medio del desierto.

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