El hispano más poderoso
Alberto R. Gonzales (San Antonio, Texas, 1955) y su familia mutaron la «z» final de su apellido por una «s» en algún momento del proceso de integración en la sociedad norteamericana. Nació en la ciudad del célebre fuerte de El Álamo, pero no ha mostrado ningún interés en mantener una resistencia numantina a la hora de defenderse de una absorción cultural. Si guarda alguna noción del español de sus mayores, no la emplea ni para dar los buenos días.
El segundo de los ocho hijos de Pablo y María Gonzales, Al Gonzales -así se presenta-, se lo ganó todo con su propio esfuerzo. Su padre era un obrero de la construcción, emigrado con su madre desde México cuando ambos eran niños. Ninguno de los dos tuvo estudios secundarios. Al Gonzales sirvió en la Fuerza Aérea entre 1973 y 1975. Se graduó en Ciencia Política en la Universidad de Rice en 1979 y en Derecho en Harvard en 1982. Fue el único de los ocho hermanos que terminó una carrera.
Durante catorce años ejerció el derecho en una firma de Houston de la que llegó a ser socio. En 1994 el nuevo Gobernador de Texas, George W. Bush, lo nombró su consejero general y en 1997, secretario de Estado del único Estado de la Unión que ha sido alguna vez un Estado soberano. En su segundo mandato en Texas, Bush lo nombró miembro del Tribunal Supremo del Estado.
Como consejero del Gobernador ya demostró sus habilidades cuando en 1996, en un sorteo, salió el nombre de George Bush para formar parte de un jurado que debía juzgar un caso de conducción bajo los efectos del alcohol. Gonzales consiguió librarle de asistir sin revelar que el propio Bush había sido sancionado por la misma causa en 1976. Cuando esa sanción trascendió, en las últimas horas de la campaña presidencial de 2000, Gonzales fue acusado de engañar al tribunal tejano. Pero lo único que él hizo, lleno de lógica, fue argumentar que el gobernador no podía integrar el jurado porque, si había condena, el criminal podría acudir al gobernador a solicitar un indulto. Y el gobernador estaría incapacitado para otorgarlo si ya había estado involucrado en el caso. Funcionó.
Con estos antecedentes, a nadie sorprendió que fuera designado consejero legal de la Casa Blanca en cuanto Bush tomó posesión en 2000. Desde ese cargo asumió controvertidas iniciativas legales que le convirtieron en uno de los más activos pararrayos de la Administración. En enero de 2002 presentó un estudio sobre la aplicabilidad o no del Artículo III de la Convención de Ginebra sobre prisioneros de guerra a los detenidos en Guantánamo. Su conclusión fue que el Artículo III estaba desfasado y era inaplicable a los prisioneros de Al-Qaida y a los talibanes. La polémica continúa.
Se ha rumoreado repetidamente que Bush quiere verlo en el Tribunal Supremo del país, pero en noviembre le pidió que reemplazara a John Ashcroft como fiscal general. Su nombramiento, polémico, fue cómodamente aprobado por el Senado. Cuando habla de sus funciones, afirma que lleva cuatro meses en el cargo. Es el peso del poder. Pronto se da cuenta de que en realidad lleva cuatro semanas.
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