Cumbres
Un amigo editor, recién fichado por uno de esos megagrupos que conciben la publicación de libros como una expendeduría de churros, me confesaba hace algunos años sus perplejidades: «Es algo alucinante. Nos pasamos el día entero reunidos. Primero una reunión con los responsables del marketing, para diseñar la estrategia publicitaria del inminente best-seller. Después, una reunión con los distribuidores, a quienes tratamos de convencer de que ese best-seller va a ser la caraba. Tras un pequeño refrigerio, nos reunimos con los comerciales, explicándoles los trampantojos y embelecos que deben emplear para camelar a los libreros y colarles el bodrio en cuestión. Hacia el final de la mañana, el jefazo nos convoca en su despacho, para que le rindamos cuentas sobre lo acaecido en las anteriores reuniones. Y así un día tras otro. A la semana siguiente publicamos otro best-seller y se repiten las mismas reuniones, en las que se vuelven a diseñar las mismas estratagemas archisabidas. Lo más chocante es que mis compañeros se comportan como si todo les pillase de nuevas, como si fuera la primera vez que pronuncian esas palabras gastadas que repiten por enésima vez. Acatan con una naturalidad pasmosa su condición de peones en una representación ritual, e incluso han llegado a desarrollar un hábil virtuosismo, consistente en remolonear por los pasillos, entre reunión y reunión, para no tener que pisar por los despachos. Cuando me ficharon, pensé que mi trabajo consistiría en leer libros y proponer la publicación de los que hallara más interesantes; ahora he comprendido que esa labor se deja en manos de las agentes que nos venden sus maulas, o de las dotes adivinatorias de mis subalternos. Mi cometido consiste, pura y simplemente, en reunirme. Y ahora me disculparás, porque tengo que asistir a una convención de editores. Mi vida, chico, parece una novela de Kafka, pero en versión gilipollas».
Me he acordado muchas veces de aquella confesión perpleja de mi amigo editor, mientras hojeo la prensa y sigo la pista a nuestros políticos más conspicuos. ¿Es que nadie ha reparado en que se tiran todo el día reunidos? La existencia del político contemporáneo consiste en empalmar comisiones parlamentarias, reuniones de la ejecutiva, cumbres donde se dirime el Futuro del Orbe, congresos anuales (o mensuales, o semanales, o diarios...) del partido, y así ad infinitum. Fijémonos, por ejemplo, en Aznar: en los últimos años, pero muy especialmente desde que le adjudicaran la Presidencia de la Unión Europea del Imperio Romano, su actividad política se reduce a la convocatoria de «cumbres» (designación, por cierto, abusivamente enfática, considerando que se celebra una cada tres o cuatro días), la participación en reuniones de altísimo nivel y la lectura de discursos bostezantes («coñazos» según escueta definición del propio Aznar) en los que siempre se pronuncian las mismas vacuas pomposidades. Probablemente, tras seis años de poltrona presidencial, Aznar haya alcanzado ese grado de virtuosismo al que se refería mi amigo editor, consistente en empalmar reuniones y remolonear por los pasillos en los intermedios, para no tener que pisar por el despacho. Y lo mismo podría predicarse de sus acólitos y subalternos, de sus adversarios y, en general, de toda la casta política. Afortunadamente para ellos, sus reuniones resultan más divertidas que las de mi amigo editor, pues al menos los políticos viajan (las cumbres son muy respetuosas de la diversidad que ofrece el atlas) y pueden entretener el aburrimiento robando toallas en los hoteles. Definitivamente, la política se ha convertido en una sucursal tediosa del turismo.
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