UN DESIGNIO DE INMORTALIDAD
La contemplación de las películas de Leni Riefenstahl nos obliga a afrontar preguntas quizá irresolubles. ¿Puede el arte más excelso ponerse al servicio de la ideología más execrable, sin que por eso se empañen sus cualidades intrínsecas? ¿Puede la excelencia estética remunerar nuestro espíritu, pese a erigirse sobre la abyección moral? ¿Es el arte una categoría autónoma de la ética? «El triunfo de la voluntad» (1934), el documental que Leni Riefenstahl dedicó a la celebración del sexto congreso del Partido Nacionalsocialista en Nuremberg, es sin duda la más esmerada película de propaganda jamás rodada y una de las cúspides del arte cinematográfico.
Antes de que Hitler se convirtiera en el genocida que diezmaría el mundo, «El triunfo de la voluntad» fue celebrada con exultación y arrobo allá donde fue proyectada, y su creadora elevada a altares de idolatría; después, Leni Riefenstahl se convertiría en la mujer más difamada del orbe, y sus películas, convertidas en tabúes que no convenía ni siquiera mencionar, fueron sepultadas en los sótanos del oprobio y la clandestinidad. Vista hoy, «El triunfo de la voluntad», con su montaje dinámico y su premeditación escenográfica, se nos antoja a un tiempo hipnótica y aterradora. Y es que, a la vez que disfrutamos de sus hallazgos formales, a la vez que levitamos con sus gráciles movimientos de cámara, recordamos que aquella magna obra fue concebida para exaltar al hombre o demonio que iba a traer el apocalipsis.
Quizá el verdadero arte sea el que suscita en su destinatario impresiones contradictorias y desgarradoras. Si aceptamos esta definición agónica, Leni Riefenstahl merecería figurar entre sus cultivadores más señeros. Pero pecaríamos de mezquindad si vinculásemos exclusivamente la genialidad de esta mujer al monstruo que la contrató como panegirista. En su adolescencia adelgazada por la llama de la danza, en sus interpretaciones a las órdenes de Arnold Fank en películas de alpinismo que figuraron entre las más taquilleras de su época, en su muy exigüa filmografía como realizadora, Leni Riefenstahl muestra una concepción del arte como celebración mística de la belleza, ingenua y voluptuosa a la vez, que halla su expresión más turbadora en las imágenes iniciales de «Olimpia», la película sobre los juegos de Berlín. Leni Riefenstahl ha sido el emblema de un siglo feroz, tumultuoso de sangre, pero también el símbolo de una nueva Eva. Nadie como ella ha sido capaz de compendiar el espanto y la belleza que abarrotan los cien últimos años de nuestra Historia. Quizá la longevidad fue el más arduo castigo que se arrojó sobre sus hombros, pues no hubo un momento de su vida en el que no fuese vilipendiada. La obra que nos deja es su recompensa póstuma y también su venganza, pues fue concebida con un designio de inmortalidad.
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