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CICATRICES

Pese al progresivo reconocimiento registrado en los últimos años, las víctimas del terrorismo no han pasado de ocupar en la pantalla un espacio marginal y accesorio, intermitente y a menudo interesado. Durante su larga travesía por el desierto -social, política y mediática-, la voz de las víctimas de ETA, situada en segundo plano, sólo ha irrumpido en la tele en forma de exclusiva, cuando el eco de un crimen reciente aún hacía atractivo, por no decir morboso, su mensaje y la curiosidad del público incrementaba el valor de su testimonio en el mercadillo de las audiencias. Poco más.

Hace ahora un año, la matanza de Atocha abrió los platós televisivos a decenas de pasajeros de los trenes de Cercanías, gente anónima y enferma que durante varios días ocupó la fila de butacas habitualmente reservada por las cadenas a los desahogados narradores de existencias anómalas. Las emisoras explotaron el suceso e hicieron buena taquilla, pero, al otro lado de la pantalla, el espectador pudo aprovechar el desfile para someterse a una oportuna cura de espantos que sirvió de alivio para los efectos del golpe emocional de los atentados, retransmitidos con fiereza días atrás. Aquella terapia interrumpida vuelve ahora en formato documental. Ha pasado un año y todavía hay quien se empeña -la tele los enfoca de nuevo- en que el sedante de la mentira siga nublando la vista de miles de heridas y la visión de millones de heridos.

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