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Arbolitos

ES lo que tiene haber sido la novia de Tarzán: acabas encariñándote de los arbolitos. Tita Cervera, antes que baronesa Thyssen, fue reina consorte de la jungla, que es título vitalicio que tarde o temprano acaba asomando, como el pelo de la dehesa. Del que fuera su marido, Lex Barker, se dice siempre que no estuvo a la altura de su predecesor Johnny Weissmuller; tampoco Tita Cervera, en honor a la verdad, estuvo nunca a la altura de Maureen O´Sullivan, que tenía la sonrisa más angelical del Hollywood clásico. La sonrisa de Tita Cervera, algo más almidonada o botóxica, ha relumbrado mucho estos días en los noticiarios, acaudillando las algaradas de las tribus ecologistas; mientras la veía saltando con frenesí dionisícaco, entre carteles con leyendas castrantes dirigidas contra el alcalde Gallardón, no pude evitar recordar las secuencias climáticas de las películas de Tarzán, donde los negros mandingas montaban un gran guateque caníbal al son de sus tambores. En esta ocasión, sin embargo, las tribus mandingas no llegaron a lanzar ningún mordisco a Tita Cervera, a quien por el contrario jaleaban y proponían al cargo de alcaldesa.

Los arbolitos del Paseo del Prado han desempeñado aquí el mismo papel que el cementerio de elefantes en las películas de Tarzán: un arcadia mítica, seguramente inexistente, que traficantes de marfil sin escrúpulos pretenden saquear. Las huestes municipales de Gallardón quizá sean indemnes a la fiebre del marfil, pero desde luego están poseídas por una muy fatigosa variante urbanística del baile de San Vito que los obliga a levantar aceras, desviar carreteras y desmontar bulevares sin descanso. Tita Cervera, que ha visto la ocasión de hacerse perdonar su título nobiliario ante las tribus mandingas, no ha vacilado en encabezar la revuelta contra Gallardón, aunque para ello haya tenido que perder el decoro y emular a la mona Chita. Y en medio de esta secuela tardía y cutrecilla de las viejas películas de Tarzán aparece como ánima en pena, columpiándose en las lianas por ver si chupa un poco de cámara, una incongruente Esperanza Aguirre. Si pensaba que con su defensa de los arbolitos de marras iba a hacerse perdonar también el título nobiliario entre las tribus mandingas la lleva clara.

Por supuesto, los arbolitos del Paseo de Prado son la coartada hipocritona con la que unos y otros encubren sus verdaderos y poco confesables propósitos. Los arbolitos del Paseo del Prado, por mucho merengue ecológico o historicista que le pongan, les importan un ardite. A Tita Cervera le fastidia que el tráfico del lugar vaya a ser desviado por la acera de su museo, que así tendrá que chuparse la polución de la gasolina requemada. Esperanza Aguirre ha encontrado una nueva excusa para engolfarse en ese mentecato juego de zancadillas mutuas e histriónicas reconciliaciones que se trae con Gallardón. Y a las tribus mandingas que han aportado la comparsería verbenera los arbolitos también se la traen al pairo; pero, como la ocasión la pintan calva, han aprovechado el calentón de la baronesa -a quien, en otras circunstancias, de buena gana se habrían comido cruda- para espantar el derrotismo que los tenía postrados, después de ver las encuestas que auguran una nueva mayoría absoluta de Gallardón. Las tribus mandingas del ecologismo saben que los arbolitos que se dispone a arrancar Gallardón del Paseo del Prado son aproximadamente los mismos que cada segundo son talados en la Amazonia brasileña, con permiso de su idolatrado Lula da Silva; pero aquí no se trataba de salvar los arbolitos de marras, sino de infundir ánimos a los desalentados escuadrones de progreso, que no rascan bola en Madrid. ¡Pobres arbolitos del Paseo del Prado! Sólo de pensar que nadie os quiere, me entran ganas de probar el grito de Tarzán.

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