ASALTO AL GUGGENHEIM
EL día 28 de diciembre -festividad de los Santos Inocentes- del pasado año publicaba yo un artículo titulado «Museos o timotecas» en el que, aprovechando las licencias de tan señalado día, incitaba a perpetrar actos de «pacífico vandalismo» en esos museos que, al socaire de cierta modernidad de mentirijillas, exponen bodriazos que no son sino tomaduras de pelo. Aderezaba el artículo con anécdotas verídicas y apócrifas -es prebenda del escritor contaminar la realidad de ficción, y viceversa- que aspiraban a ser un repertorio jocoso de actos iconoclastas; por supuesto, el personaje que protagonizaba estas anécdotas se parecía más al hombre que me hubiese gustado ser -gamberro e irreverente- que al que desgraciadamente soy, más bien apocado y pusilánime. Confesaré, sin embargo, que entre las hazañas iconoclastas que allí se reunían figuraba, por lo menos, una estrictamente cierta. En efecto, mientras recorría un museo neoyorkino, me tropecé con una presunta escultura sobre cuyo pedestal se alzaba un pene de poliuretano rosa, en actitud más morcillona que erecta; incapaz de reprimir la tentación, extraje del bolso de viaje o fardel una hamburguesa mordisqueada y la dejé sobre el pedestal. Mi añadido mejoraba la escultura, dándole un toque de felación carnívora.
Exactamente un mes más tarde, el pasado 28 de enero, don Juan Ignacio Vidarte, director del Guggenheim de Bilbao, publicaba una carta ofendidísima en este periódico, respondiendo a las impertinencias y provocaciones que, entre bromas y veras, deslizaba en mi artículo. Como quizá ya sepan las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan, nada me envanece y regocija más que provocar ronchas y sabañones entre los gerifaltes del cotarro cultural; así que de inmediato ordené que me enmarcaran la carta del señor Vidarte, que hoy ocupa un espacio preeminente en las paredes de mi despacho, flanqueada por una fotografía muy modosita de mi Primera Comunión y un póster marranazo de Pamela Anderson. Pero había algo en aquella carta que chirriaba. Me sorprendía, en primer lugar, que la reacción del señor Vidarte se hubiese producido tan tardíamente. Me sorprendía, también, que el señor Vidarte se hubiese dado por aludido tras leer mi artículo, pues me había abstenido de incluir entre las timotecas más conspicuas el museo que con tanto celo y dedicación grafómana dirige. Me sorprendía, en fin, que el señor Vidarte, incapaz de apreciar el tono zumbón y disparatado de mi diatriba, adoptase otro muy adusto y seriecito, en el que, además de recriminar mi «infantil gamberrismo», me acusaba de no comprender «el lenguaje de las artes plásticas». Compungido, casi contrito, decidí que debía matricularme en una academia de idiomas.
Hoy por fin he sabido la razón verdadera que impulsó a escribir al señor Vidarte aquella carta tardía y enconada. El hombre respiraba por la llaga. Justo una semana antes, un par de desconocidos habían burlado la vigilancia de su museo y conseguido colgar en sus paredes un cuadro improvisado con cuatro garabatos, con el objetivo de denunciar «el falso valor del arte moderno». Rizando el rizo de la superchería, estos vándalos pacíficos le inventaron al cuadro un título y una filiación; durante cuatro horas, el bodrio fue contemplado con unción sacrosanta por los visitantes, a quienes la frecuentación de tantas timotecas ha estragado definitivamente el gusto. Pero gestos como este contribuirán a desmontar los cimientos de humo sobre los que se asienta este fraude. Permítame, señor Vidarte, que brinde por esos iconoclastas cachondos y me ofrezca como voluntario para ingresar en su banda. Y usted, señor Vidarte, espabílese un poco, porque, como le vuelvan a colar otro gol por toda la escuadra, a lo mejor se le acaba el chollo.
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete