Entre dos aguas
A pesar del esfuerzo integrador desplegado por Rodríguez Zapatero, el debate en el Comité Federal confirma las graves discrepancias entre diversos sectores socialistas sobre la cuestión territorial. De acuerdo con su estilo peculiar, el presidente del Gobierno ha dejado a todos un poco contentos y un poco inquietos. De hecho, unos interpretan que ha parado los pies a Maragall mientras que otros aseguran que el PSC obtuvo un fuerte respaldo de cara a la reforma estatutaria. Es muy propio del personaje utilizar fórmulas retóricas que le permitan nadar entre dos aguas. Dice que sería bueno «desdramatizar» el debate y marca un rumbo que no permite ni el «inmovilismo» ni las «aventuras egoístas e insolidarias». ¿Adónde conduce, entonces? Es evidente que el presidente ha actuado con ligereza en asuntos esenciales y ya no puede dar marcha atrás en el terreno de los conceptos. Una vez admitido que Cataluña es una «nación», pretende ahora que los nacionalistas radicales no extraigan consecuencias políticas de tan absurda concesión semántica. Es evidente que la falacia de la «nación de naciones», la ocurrencia -ya abandonada- de las «comunidades nacionales» o la falsa doctrina de un federalismo integrador no sirven para limitar las exigencias de sus socios independentistas.
Por su parte, CiU se mueve con comodidad en este ambiente confuso, puesto que desea más que nadie evitar que el PSC llegue a las próximas elecciones con el activo de un nuevo y ventajoso estatuto. El caso es que -al amparo de las razones jurídicas esgrimidas por el Consejo Consultivo- se caen por su base tanto la financiación prevista como los supuestos derechos históricos que permitirían blindar las competencias autonómicas. En este punto intenta Zapatero buscar el encuentro entre Maragall y los barones «españolistas». Por ello, ofreciendo su versión más prudente, el presidente de la Generalitat afirma que el estatuto debe ser «políticamente realista y jurídicamente constitucional», a la vez que Manuela de Madre pone en juego todo su indiscutible activo político para asegurar, ante los aplausos de sus compañeros, que el PSC defiende la Constitución más que nadie. Este malabarismo conceptual no puede ocultar que un sector notable del PSOE mantiene posiciones inequívocas sobre la unidad de España y la validez del sistema autonómico. Con diversos matices, muchos líderes territoriales ofrecieron ante el Comité Federal una batería contundente de argumentos. El tiempo pasa y el presidente del Gobierno no ha conseguido encauzar razonablemente un debate que, según las encuestas, preocupa más a los políticos que a los ciudadanos. No se perciben posibilidades concretas de acuerdo en Cataluña. La situación en el País Vasco no sólo no mejora, sino que la nueva marca política del terrorismo ocupa una posición determinante en el Parlamento. Es fácil vaticinar que habrá desencuentros en Galicia entre Touriño y sus aliados del Bloque. En materia de financiación sanitaria, las reticencias de los suyos (además del rechazo frontal de la oposición) llevan al Gobierno a mover ficha con timidez, anunciando ahora rebajas del IRPF y preparando la cartera para poner más dinero encima de la mesa en la inmediata Conferencia de Presidentes.
La situación, pues, resulta incómoda y embarullada desde todos los puntos de vista. No obstante, el poder ejerce un fuerte atractivo. Ninguno de los intervinientes se fue de la lengua ni llevó las críticas más allá de la prudencia natural. Zapatero no ha dicho ni «sí» ni «no», limitándose una vez más a salir del paso, pero debe ser consciente de que el talante ha agotado sus efectos balsámicos y de que llega la hora de tomar decisiones. En este contexto se sitúa la entrevista de hoy en La Moncloa, a la que acude Mariano Rajoy -como decía ayer en ABC- por «educación y civismo» y con la intención de recordar a su interlocutor que en todos los asuntos concernientes a España debe contar con el acuerdo del PP. Nadie espera gran cosa del encuentro, aunque la oposición va a reiterar su oferta de alcanzar pactos de Estado. Zapatero persiste en el empeño que le ha llevado a un callejón sin salida: la mal llamada «España plural», traducida en un acuerdo de intereses entre socialistas y nacionalistas, pretende formar una mayoría estable que arrincone al adversario con la fórmula reiterada de «todos, menos el PP...». Los socialistas no están dispuestos a cambiar de estrategia, según se confirmó el sábado. Buenas palabras y ningún resultado, porque, en un análisis realista, es claro que la alianza con partidos anti-sistema sólo sirve para agravar el problema territorial a costa de resolver malamente algunas coyunturas parlamentarias.
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