Deportista, poeta, místico...
Juan Pablo II era un Papa deportista, poeta, filósofo y teólogo, pero era sobre todo un místico: un hombre que pasaba varias horas al día ante el sagrario en oración silenciosa, que contemplaba el Vía Crucis cada viernes y que, cuando era joven, rezaba postrado en el suelo ante el Santísimo Sacramento. El «atleta de Dios» comenzó a dar sus primeras grandes zancadas en México y terminó recorriendo el mundo entero. En 1981, las balas de Alí Agca estuvieron a punto de frenarle pero no lo consiguieron. El Papa tuvo que utilizar vehículos blindados en muchos viajes internacionales, pero continuó recorriendo la Plaza de San Pedro en aquel Jeep blanco descubierto, sin miedo a un segundo atentado. Y en los últimos años, cuando a las secuelas del atentado se añadieron las del párkinson, guiaba la Iglesia desde el Calvario.
Su Pontificado, intenso, extenso, profundo y mundial, ha sido tan irrepetible y tan decisivo como el primero de la historia: el de Pedro de Betsaida. Como dijo el escritor francés André Frossard, «No es un Papa de Polonia, es un Papa de Galilea». Era un amigo leal de los demás obreros en las canteras de Solvay en Cracovia. Era apóstol de un Evangelio exigente y optimista, por eso cautivaba a los jóvenes cuando era capellán universitario o cuando era un Papa octogenario que apenas podía hablar. Aquel cardenal desconocido que abrió su Pontificado con un vigoroso «¡No tengáis miedo! ¡Abrid de par en par las puertas a Cristo!» acaba de cruzar la puerta definitiva, la del cielo. Juan Pablo II escogió para su primer libro de memorias, un título muy significativo: «Cruzar el umbral de la esperanza». Le gustaba recorrer el planeta, ya como Papa. Ayer, el mundo se le quedó pequeño.
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