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probando voy

Así es el servicio en Peque, la peluquería de Ana Botella

Si miras el pelo actual de la alcaldesa, imagino que no va mucho a la peluquería

Así es el servicio en Peque, la peluquería de Ana Botella r.b.

rosa belmonte

Las peluquerías, como los aeropuertos o los paritorios, son sitios donde se pierden los derechos civiles. Ir a una nueva es como ir al cadalso. Y pagando por ello. Me voy a Peque, el Gstaad de las peluquerías, como quien va a conocer a su suegra. Como si yo fuera una Jenny cualquiera, mi suegra, Consuelo Vanderbilt y traspasara tímida los setos de Blenheim. Una parvenue de manual. Mucha gente que no conocía la famosa peluquería tuvo conocimiento de la misma cuando a Ana Botella, una de sus clientes, la pillaron llegando con coches oficiales y escoltas (siendo concejal). Aunque si miras su pelo actual, entre Medusa y Lauren Postigo, me imagino que no va mucho a la pelu.

Lo primero que llama la atención es la pequeña puerta, que no digo que sea como la de Imaginarium, pero creo que Michelle Obama tendría que agacharse para entrar. No es que yo no vaya a una peluquería cara a la que no haya ido hasta Noor de Jordania, pero esto es otra cosa. Me gana que todo sean mujeres. La gloria. Porque vamos a ver, ¿qué farsa es esa de los pijos gimnasios femeninos como el Arsenal llenos de monitores masculinos? Si quiero ir a un gimnasio solo para mujeres quiero que haya solo mujeres. Aunque en términos de peluquería lo digo con la bocaza, que me encanta mi Álex. Que haya clientes hombres, sí es el acabose. Que te puedes encontrar con el jefe. Y tú, con el papel Albal en la cabeza como si fueras un bocadillo de atún. En Peque, el templo del color, no hay peligro, lo que hay es un batallón silencioso y altamente cualificado de mujeres.

Cuando digo que me gusta el color que tengo, y que es el que quiero seguir teniendo, la suma sacerdotisa me dice que le parece muy bien que a mí me guste pero que en mi pelo hay mucha peluquería y soy demasiado joven para tintarme. Que lo que necesito es una henna de Dubai. Si ya estaba medio abducida, empecé a sufrir una especie de síndrome de Stendhal capilar. Como el escritor en la Santa Croce, había llegado a ese punto de emoción en que se encuentran las sensaciones celestes dadas por las Bellas Artes y los sentimientos apasionados. Yo, a ese punto entre batas blancas, productos naturales y música casi inaudible. Cuando en el segundo lavado de cabeza (porque hay uno antes del color) no me hicieron el tontaco manoseo de cabeza, me reafirmé en que aquello estaba a otro nivel. El ya establecido masaje no deja de ser una mariconería neopeluqueril. A la hora de peinarme, me preguntaron si me hacían ondas. Pues vale. Por Shirley Temple. Y me quedé tan pancha. Abducida, ya digo. Ofreciendo mis derechos civiles en bandeja.

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