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VIDAS EJEMPLARES

BORRIQUITO COMO TÚ

LUIS VENTOSO

La involución separatista de Peret es una metáfora rumbera del enfurruñamiento provinciano de la Cataluña oficial

ESPAÑA es más de letras que de notas, porque somos más de gritar que de escuchar. Si buscamos un canon de genios españoles de la música, bastan los dedos de una mano. En el siglo XVI vivieron dos fenómenos, de los que en las escuelas ni se habla, aunque si seguimos con las orejeras caladas, pronto los críos vascos y catalanes estudiarán a Benito Lertxundi y Lluis Llach como si fuesen Vivaldi y Mozart. El primer maestro ignorado es el organista ciego Antonio de Cabezón. En 1548 nació el abulense Tomás Luis de Victoria, renovador de la música sacra tras Trento y para muchos melómanos, el mayor compositor español. Luego llegó un triste hiato, hasta finales del XIX, cuando nos desquitamos con Albéniz, Granados y Falla.

En pop tampoco es que seamos Inglaterra. La sobrevalorada Movida nos ha legado una música de juguete (La Movida no fue más que la primera vez en que en nuestros padres nos permitieron copear hasta las cinco sin pedir explicaciones). La música más valiosa palpitaba en el arrabal, no en los hijos ochentenos de la burguesía madrileña. La revolución sonora del siglo XX es toda de matriz negra: jazz, blues, rock, soul y rap. Aquí nuestros negros brillantes han sido los gitanos. A falta de Robert Johnson, Ella Fitzgerald, Miles Davis, Chuck Berry y Jimi Hendrix, tenemos a Antonio Mairena, el Pescaílla, Peret, Camarón y Raimundo Amador.

Pedro Pubill, Peret, nació hace 78 años en un poblado de Mataró. A los cuatro años ya se curtía por los aledaños del barrio chino barcelonés. Fue aprendiz de tapicero, chatarrero, viajante textil…. Pero haría historia al darle una vuelta de tuerca a la rumba catalana, invento de un tal Antonio González, que quedó exhausto tras su proeza y pasó a ser de por vida El Pescaílla , el patriarca bon vivant del clan Flores. Peret mezcló el son con el rock, añadió unas gotitas de flamenquillo, le echó mucha cara y bastante risa, y marcó el ritmo con una percusión imposible, el ventilador, acrobacia que convertía la guitarra en bombo giratorio. Peret fue un enorme artista pop, que en los 60-70 encadenó éxitos tan livianos como infalibles. En los días de Beatles y Stones, aquí lo que conectaba, lo que movía a la peña cuando habían corrido el alpiste, era la casete con pachangas de Peret.

La popularidad de Peret tuvo servidumbres. En marzo de 1974, el franquismo, ya en sus estertores, escandalizaba a Europa con sus dos últimas ejecuciones a garrote. Solo dos meses después, Peret y su peluquín eran enviados a Eurovisión con la misión de enjugar tan truculenta estampa. Para la ocasión compuso una frívola rumbita, «Canta y sé feliz», donde hacia apología de la burramia patria frente a la civilizada Europa: « Si al sol no puedes tumbarte, ni en paz tomar una copa, decir que estás en Europa, no sirve de ná… », rumbeaba Peret, en un festival que ganó Abba y donde nuestro chacho con patillas-hacha compitió también con Olivia Newton-John.

En 1981, Peret se hizo pastor protestante en una conversión paulina. Retorno triunfal en Barcelona 92. Y hace unos días, se enroló en otra misión que evocó la de 1974: poner su ventilador y su gracejo al servicio de una causa errada, el nacionalismo borde. Daba lástima ver allí —fatigado, equivocado y sin peluquín— a nuestro cosmopolita Peret de la infancia, aquel artista de todos y para todos. Una metáfora rumbera del enfurruñamiento provinciano de la Cataluña oficial.

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