Jordi Pujol, última subida al Tagamanent
En 1940, con nueve años, a Pujol le llevaron de excursión a la montaña del Tagamanent, desde la que divisó la Cataluña de postguerra y tuvo el fogonazo de la vocación
HUGHES
Ahora que comienza el fin de Pujol apetece acudir al inicio de todo. «Mi programa como hombre, el programa de mi vida, es este que se inicia al pie del Tagamanent». En 1940, con nueve años, a Pujol le llevaron de excursión a la ... montaña. Desde la cima divisó la Cataluña de postguerra y allí en lo alto, como en el cuadro de Caspar David Friedrich, tuvo el fogonazo de la vocación. «Ei, apunta, tiet, esto lo reconstruiremos» (Pujol tiene un ei parecido al hey de Julio iglesias). Le acompañaba su tío, que seguro adoptó ante el niño-prócer maneras de secretario, porque a Pujol siempre le ha acompañado la familia. Todo lo ha hecho rodeado de parientes, no solo desde la familia , hacia la familia y por la familia, sino rodeado de ella. Esto, sin duda, confiere mucha seguridad.
Conciencia de estamento
Este episodio fundacional del Tagamanent no resulta tan extravagante como su recuerdo orgulloso a lo largo del tiempo. Pujol no se avergonzaba de este parraque visionario. Pero era difícil que Pujol saliera de otra manera. Entre el catalanismo, la educación alemana, el candor religioso y una fuerte conciencia de clase, o mejor, de estamento, de pertenencia a una pequeñísima burguesía que incorporaba todo el genio local del payés, su pensamiento estuvo plagado siempre de terruño e ideal elevación, de patria e inflamación retórica.
Estos días, algún comentarista catalán recordaba el Tagamanent melancólicamente. Se lamentaban: «Què hi farem, ara? ¿Ir allí de excursión?» El nacionalismo ya no se contenta con estas ensoñadas visiones románticas que además exigen una sensibilidad declinante. Se ha vaciado de dulzura sardanística, ya no es una sentimentalidad de clase, es un movimiento transversal (palabro).
El Tagamanent era la política de lo que alcanza la mirada y del territorio. Ahora la obsesión ya no e s la tierra, sino el tiempo mesiánico de la Independencia.
Ante la confesión de Pujol ha habido en el nacionalismo alguna acritud aspaventosa e impostada. La de Rull y Trias, por ejemplo. Pero también un intento psicoanalítico de comprensión del drama familiar de quien todo lo sacrificó a la Patria. Hasta la familia. Se recuerda estos días que en sus escritos de prisión Pujol ya pedía perdón a los suyos. «Perdón, insistió en pedirnos perdón», recordó su cuñado con motivo de la confesión. Esta insistencia tiene mucho de voluntad expiatoria. De coquetería expiatoria, incluso.
Pujol, que como vemos siempre asumió encantado su perfil mesiánico, no admite demasiado mal una explicación que lo convierte en símbolo, aunque negativo, en mártir o chivo expiatorio de familia y partido, incluso del nacionalismo (¡cordero catalanista!), sacrificado para que todo siga igual.
Este final con la confesión dolorida de un padre negligente prolongaría su simbolismo de «milhome».
Inmolación y Tiempo Nuevo
Es más, en el nacionalismo ya se observa una propensión a utilizar este asunto como un acelerador del, así llamado, Proceso: Pujol se inmola antes del 9N y en CDC ya hablan de un Tiempo Nuevo (como en el PSOE, en la Izquierda más allá o como en la Monarquía... concurrencia de urgencias en otoño). Vincular pujolismo con autonomismo (el «peix al cove», la política de negociación paulatina con Madrid) y autonomismo con corrupción, como algo inherente al sistema. Entre las bondades de la Independencia estaría la regeneración, de la misma forma inexplicada que en Madrid se vincula regeneración y cambio constitucional. Para mantener este relato es necesaria la idea de un Pujol que sube otra vez al monte para sacrificarse. Así no se habla de sus relaciones con Mas, ni de corrupción estructural, ni de financiación de partido. Con su vergüenza solitaria acaba la historia. Un hombre que mandó tanto fuera que olvidó hacerlo en casa. Por tanto, hay incentivos para mantener la perspectiva simbólica del personaje en este trance penoso. Nunca un hombre, tan solo un hombre, en un entramado (o un homenot). Lo antinacionalista pasa por desacralizar y normalizar realidad y lenguaje hasta en la corrupción. Se habla de error y perdón, no de delito.
Subsiste incluso un negacionismo cómico. «¡Los hijos le salieron rana!». O se ferrusoliza lo sucedido. Hay quien dice que los vástagos serían, en realidad, más Ferrusola que Pujol. Esto trataría de preservar desesperadamente al Patriota. Por otra parte, si los Pujol funcionaran como un todo defraudador (algo a lo que apuntan las evidencias), más que al padre culpable ante una prole a la que nada puede negarse, se estarían pareciendo a los Ruiz-Mateos. Tanto nacionalismo para acabar así, en unos Ruiz-Mateos, pero no en panel rumasístico, sino en unos Ruiz-Mateos verticalizados, en castell (¡castellers del trinque!), con Pujol de niño-guinda culminante de una estructura doble: castellers internos y convergentes para la captación de fondos y castellers invertidos, externos y familiares para su salida (¡eso era internacionalizar!). Patria y Familia (lo que no es una es otra) en perfecto engranaje y Pujol de genial bisagra.
Harakiri en la cima
Pujol deja muchos vicios en la política catalana, visibles como viejos tics. Por ejemplo, el énfasis en la centralidad. No el centro como tal, sino la centralidad. Una perversión de la moderación y del moderantismo que se extiende como una corrección política. Se sospecha que la centralidad sea ya el independentismo . Esto está incorporado en el lenguaje político. Pujol describió el partido como «Pal de Paller», «Casa Grande». Política de carpa (confusión con el país). Y dentro del partido el «pinyol», el cogollito (confusión con la familia). País, partido, familia.
El postpujolismo pasa en CDC por mantener el simbolismo exento del President. Su herencia también se percibe en ERC, los otros hijos de Pujol, los no biológicos, que sedujeron a la juventud convergente. Incapaces de alcanzar las alturas del padre, probaron a sobrepasarlo o a llamar su atención. El catalanismo antiburgués y de izquierdas, o lo que aglutinó en su día Maragall en torno a la Barcelona olímpica, parece devaluado, sin brillo.
Para el mantenimiento del discurso nacionalista, en suma, es necesario que la confesión de Pujol se contemple como la última subida al Tagamanent. Una subida solitaria para hacerse en la cima un harakiri (Pujol fue siempre un poco Hiro Hito) ritual en el altar de la Familia y de la Patria. Un asunto estrictamente personal, dirán. Cosas de un tiempo corrupto, el de las autonomías y la Nación por entregas.
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