El PSOE, en busca del centro perdido
Felipe González insiste: «Yo tuve una idea clara de España». Desde que el PSOE olvidó ese compromiso, ha perdido cuatro millones de votos

Uno, dos, tres, cuatro... y así, si queda resuello, hasta cuatro millones trescientos mil. No se cuentan manzanas ni aceitunas ni euros. Son votos. Papeletas electorales. Todas ellas de una misma saca, la del PSOE, que la noche del 20 de noviembre de 2011 escurrió hasta la última gota de su crédito; curiosamente, perdió tantos sufragios como parados tenía entonces España: 4.360.926 registrados.
Fue « la noche más triste », como la define en su último libro Joaquín Leguina. Triste y «evitable», añaden los sondeos del CIS cuando señalan que un 20-25 por ciento de españoles vota moderación. Y replica la poco sospechosa fundación socialista Alternativas, que califica el espacio político del centro, que perdió Rubalcaba aquel otoño de crisis y frío, «un área de disputa electoral básico» para los socialistas.
Por tanto, en Ferraz lo saben aunque no lo atiendan: quien gana el centro, gana las elecciones. El centro no solo existe sino que es determinante, tanto para PSOE como para PP, para alcanzar La Moncloa. Sin embargo, los dirigentes actuales no parecen sensibles a la cantinela que sus propios politólogos les sirven en bandejas e informes de oro.
Y no será porque Felipe González, el gato socialista que sí sabía cómo cazar ratones, no lo haya silbado al oído de Zapatero , primero, y Rubalcaba, después. Y hasta en público. Como una gélida noche de diciembre de 2012, cuando los dos expresidentes socialistas son convidados por Rubalcaba para celebrar los 30 años de la primera victoria del PSOE. González es la «prima donna» del evento.
Primero, porque es al único al que «todos» aplauden «todas» las veces. Segundo, porque apela a un concepto que Zapatero y el que fue su vicepresidente han olvidado, en favor de minorías erráticas, ávidas de mensajes de telediario de fácil digestión: las bases socialistas. Ese suelo electoral al que nunca faltó una idea de España que llevarse al voto, suministrada por el socialismo moderado que dio tres mayorías absolutas a González.
En esa noche cercana a la Navidad, el expresidente es recibido con un grito que, aunque la señora que lo profiere no lo dirigía a él (a todos los efectos un jarrón chino que Ferraz no sabe dónde colocar sin molestar a Rubalcaba) sí retumba en los oídos de la cúpula socialista que, desde 2004, parecen sordos.
La afiliada grita un «¡hay que escuchar a las bases!» que le sabe a gloria al primer presidente socialista y cae como una ducha de hiel sobre su actual líder. «Son las bases -recoge el jefe del Gobierno hasta 1996-, las mismas que necesitamos para recuperar la vocación de mayoría».
González coloca en una misma oración, bases y mayoría. Una manera de explicar de forma sutil, ante dos de sus enterradores de lujo, un sentir -si no clamor- de muchos simpatizantes socialistas que crecieron políticamente en torno a dos grandes fuerzas mayoritarias y con sentido de Estado: PSOE y PP. Aquellas que se alternaban en el poder y dotaban de estabilidad al sistema al compartir los mismos criterios en cuestiones esenciales .
Uno de esos partidos era, pues, el suyo, el de Zapatero, el de Rubalcaba y el de la señora que espolea a González recordando que cualquier tiempo pasado fue mejor. «Era», porque Zapatero giró el timón hacia la escollera que le marcaron las minorías y a Rubalcaba sus propios compañeros le demandan claridad y autoridad.
Uno impostó un pacifismo territorial que, al caer la fachada cosmética, desmoralizó a los socialistas que parecían tocar insistentemente en la puerta del puente de mando del país y del partido que fundara Pablo Iglesias para preguntar, alarmados, si había alguien al frente.
El segundo, un buen conocedor del Estado y hasta de sus cañerías, que recogió aquel 20 de noviembre los restos del naufragio pero no ha sabido -reconoce un alto cargo de Ferraz- defender un puñado de cosas que González resumió recientemente en siete palabras: «Yo tuve una idea clara de España».
Un aldabonazo sobre el zapaterismo y sus descendientes, herederos de una doctrina que ha dedicado sus once años de vida a cuestionar a España como nación, con el fin de cortejar a los nacionalismos que le eran imprescindibles para gobernar. Y, como recuerda la vieja guardia socialista, sin que el supuesto objetivo perseguido, apaciguar a los nacionalismos, haya hecho otra cosa que envalentonarlos.
Los testimonios de inquietud internos por esta deriva se suceden. El lector de ABC tendrá buena muestra de ello cuando se detenga en las páginas que siguen. He aquí una opinión vertida por Rodríguez Ibarra, expresidente de Extremadura. «Es una estrategia torpe porque el defensor ahora de la Constitución y del Título VIII es el PP».
No le falta razón. En Ferraz no se ha dejado de masticar el falso tópico, ante el estupor de las bases, según el cual reconocerse español es de derechas. Una suerte de pretexto para justificar la mutación soberanista que experimentó el PSC y, con él, el PSOE en su conjunto, para dar cobertura a su adhesión al Estatuto catalán de 2006, el embrión del desafío de Artur Mas.
La bofetada sin manos que González propina a sus sucesores siempre que puede es meridiana. Nadie como él para detectar cuándo se pierde el afecto de las bases; a él, que le dio la espalda el poder por dos fallas inmensas: la corrupción, que le mordió los tobillos, y algo menos tangible, pero determinante, la perdida del centro. Así lo explica la fundación Alternativas: «Desde 1996, con la primera victoria del PP, este partido ganó esta posición centrista sobre el PSOE, pero no fue hasta 2000 cuando se plasmó la brecha: un 43 por 100 de votantes de centro se decantaron por el PP y solo el 21 por ciento, por el PSOE».
Las bases piden certezas
Coincide con el momento en que Aznar plantea una oferta de moderación y reformismo, que seduce a esa tarima electoral que busca certezas y no aventuras, sosiego y no bandazos, sin escorarse ideológicamente ni a izquierda ni a derecha. Blanco o negro, lo importante es que cace ratones. La misma base a la que fertilizó el presidente de Suresnes cuando, en 1979, pasaportó el marxismo hacia el este y, en una pirueta celebrada por ese electorado, colocó a España en la OTAN.
Gesto que, al correr de los años y con escasa visión de futuro, enterró Zapatero , cuando en abril de 2004 -acaban de cumplirse diez años- retiró las tropas de Irak, como correlato a su victoria, tras un atroz atentado que inesperadamente le llenó los bolsillos del voto útil de la izquierda radical que se sintió engañada por la gestión que hizo de aquella crisis el Gobierno del PP. Esa decisión, criticada por nuestros socios occidentales, dejó a España fuera de juego. A cambio, Zapatero se abrazó al tándem ya amortizado de Schröeder y Chirac, dejando atrás el protagonismo que nuestro país había conquistado con el Tratado de Niza.
La política atlántica, mientras tanto, fue reemplazada por la ininteligible, pero costosa, Alianza de Civilizaciones, donde el socialismo reinante fio todas su expectativas internacionales, coronadas por el apoyo al exótico eje bolivariano. Esa fue la mejor alternativa, para asombro del socialismo histórico, que encontró Moncloa a la interlocución con Washington.
Respaldo radical
Los tics radicales del segundo presidente socialista le granjearon apoyos extramuros de su electorado más moderado. El mismo respaldo de la izquierda más extrema que perdió el día que la crisis devoró su maquillaje izquierdista y su imprevisión.
Por ello, cuando el Gobierno tuvo que asumir el 12 de mayo de 2010 un severo plan de ajustes económicos , deletreado desde Bruselas, ese sustrato electoral, al que había cautivado con medidas como el plan B y el cheque-bebé o leyes y revisionismos absurdos, se esfumó como agua entre los dedos. Por eso, llegadas las vacas flacas , el propio presidente quedó también en los huesos electorales: las bases moderadas, con las que nunca se empleó, le negaron la mano, y los apoyos erráticos prestados, con altos intereses, por IU, lo abandonaron a su suerte, sin lancha ni salvavidas para defenderse del oleaje de la recesión.
De ahí, recuerda un exministro de Zapatero, que Rubalcaba recogiera en 2011 la peor cosecha de votos de la historia socialista. Es el mismo cargo que ahora se malicia la dificultad de la empresa para Ferraz: «Ya no podemos recostarnos en el radicalismo, ya que está ampliamente representado por IU y las minorías sociales antisistema que han surgido durante estos años. Por tanto, solo nos queda recuperar la esencia del centro si queremos volver a sentarnos en La Moncloa».
Sin embargo, nadie en la vieja guardia vislumbra que con los capitanes actuales pueda llevarse a cabo ese cambio de rumbo hacia el puerto de partida. Nombres como el propio Rubalcaba, incapaz de desmontar la política filonacionalista de Zapatero, que él se encargó de ejecutar con eficiencia, ni Valenciano, ni Chacón, ni Madina, ni Patxi López, parecen tener el compromiso sufiente con los valores de Estado y la unidad constitucional de España para detener la suicida maniobra que consiste en borrar la E de «español» de las históricas siglas.
Solo apuntan como posibilidad a Susana Díaz, a pesar de su zigzagueante gestión de la corrala Utopía. Las encuestas que maneja el equipo de Rubalcaba son cada vez más desesperanzadoras y rebajan la puntuación de su líder (en consonancia con el descrédito de la totalidad de los candidatos del resto de formaciones) de un 4 a un 3; y la estimación de voto le aleja en ocho puntos del PP de los recortes.
Como hacía Gabo (ochenta y siete años de fertilidad), el PSOE no debe corregir la página, sino arrancarla y volverla a escribir, según le exigen sus bases. El partido que ha gobernado 22 de los 35 años de democracia se enfrenta en los próximos meses a una responsabilidad histórica: salvarse y ayudar a salvar a España.
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