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EN LA MUERTE DE ADOLFO SUÁREZ

El escondite era Moncloa

El escondite era Moncloa EFE

MAYTE ALCARAZ

En el Palacio donde habitan los presidente españoles se cuenta una vieja leyenda sobre cinco pequeños que jugaban con el tricornio de un guardia civil

DESDE la colonia de La Florida, barrio madrileño donde el padre llenó su memoria de ausencias y muerte, haste el palacete de La Moncloa, lugar en que cinco niños comían pan con nocilla mientras el patriarca Adolfo asía la mano de España, dista poco más de tres kilómetros. Hoy que el «jefe» ha muerto, los sauces del caserón donde los presidentes de la democracia echaron raíces, silban por la noche la triste canción de esos chavales –Javier, Mariam, Sonsoles, Laura y Adolfo– jugando al escondite a hurtadillas del padre. Un hombre empeñado en engendrar entre los muros del Salón de Columnas un sexto y absorbente hijo, que tantos quebraderos de cabeza le produciría: la transición española. Los jardines del palacio que da entrada a la Puerta de Hierro suspiran por ese tiempo en que las travesuras de la prole del primer presidente de la democracia desafiaban la sobriedad de los Pactos de La Moncloa; era cuando los hermanos se enredaban entre los árboles por los que paseó Antonio Machado en busca del amor prohibido de Guiomar. Los almendros recién floridos a los pies de la Casa de Campo murmuran, casi cuarenta años después, un secreto a voces: que los cinco pequeños se pasaban el tricornio de uno de los guardias civiles que velaban por la seguridad de los Suárez Illana como si fuera un balón de reglamento, tan acharolado como el dolor por la pérdida ayer del padre. Y también sabe bien el huerto por el que Azaña caminaba tras apearse del tranvía de Embajadores, que aquel agente, cómplice con la chavalería, no dijo ni pío a Suárez sobre la bravuconada infantil; no fuera a ser que al padre le saliera el presidente que llevaba dentro, como unos años después haría frente a otro tricornio que quiso jugar a pisotear la democracia española.

El pacto de sangre entre el guardia civil y los pequeños nunca llegó a oídos de Amparo y Adolfo. Ella se fue sin saberlo, cuando en 2001 el cáncer se la llevó tres años antes que a su hija Mariam, el «ojito» derecho del matrimonio. La joven tampoco descubrió al patriarca aquel enigma infantil. La parca la arrebató joven y madre.

Madrid se dispone hoy a rasgar las vestiduras de su cielo velazqueño para despedir al presidente que cambió el paso de España. Él mismo decidió en 1977, tras ser llamado por el Rey para pilotar la transición, trasladar la jefatura del Gobierno a La Moncloa, cerrando su balbuceante despacho en el palacio de Villamejor en La Castellana. Después, cuentan también los sauces, llegarían el búnker y la «bodeguiya» de González; la pista de paddle de Aznar; la piscina de Zapatero; y el silencio marmóreo de Rajoy.

Pero de entre todos los secretos de Estado que guardan las salas de La Moncloa o los que esconden las espesas alfombras del poder, que nadie levanta, tan solo un secretillo sobrevive. Cuenta la leyenda que unos niños jugaban con un tricornio...

Dedicado a Adolfo Suárez Illana, que una noche de invierno, durante la entrega de los Premios Cavia, en ABC, me contó, con voz trémula, la vieja historia del tricornio de un guardia civil que él y sus hermanos tomaban prestado para jugar en los jardines del Palacio de La Moncloa.

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