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Egipto traza un futuro incierto

Occidente no puede seguir legitimando, sin más consecuencias, a tantos dirigentes que ignoran las aspiraciones de sus gobernados

CON independencia del desenlace del formidable pulso entre la sociedad egipcia y Hosni Mubarak, nada será igual en el mundo árabe y musulmán después de la revolución de los jazmines en Túnez. Tampoco a Occidente le será posible seguir mirando con la misma doctrina utilitarista hacia esta parte del mundo, legitimando sin más consecuencias la gestión de tantos dirigentes que ignoran completamente las aspiraciones de sus gobernados. En Egipto hoy, y mañana en los países donde ya es previsible que puedan seguir encadenándose estas revueltas populares, habrá que elegir entre el continuismo totalitario o, por el contrario, asumir la pretensión de los sublevados confiando en que todo conduzca hacia procesos sinceros de apertura democrática. En Egipto está en juego mucho más que la continuidad o la salida del país de un presidente que ha monopolizado el poder durante treinta años y cuya máxima aspiración era transferirlo a su hijo. Egipto es sin duda el país que en estos momentos puede ejercer una mayor influencia en todo el mundo musulmán, infinitamente más que el minúsculo Túnez. Probablemente ha sido la conciencia de lo que representa su país lo que ha llevado al propio Mubarak a cimentar su régimen en la tarea de preservar esa estabilidad por la que tanto le han recompensado Estados Unidos, Europa y, naturalmente, el vecino Israel, que tiene razones sobradas para la inquietud.

A los que se juegan la vida en las manifestaciones esa estabilidad no les importa gran cosa. Protestan contra una sociedad que creen —con razón— anquilosada, caduca e incapaz de responder a sus crecientes demandas, aceleradas por un aumento de la formación académica y también por la irrupción de las nuevas reglas de comunicación, algo que se repite en casi todos los países de la región, desde Marruecos hasta Arabia Saudí o Irán. Tal vez el propio Mubarak pensaba que un proceso de reformas demasiado rápido conduciría al colapso que conoció el Sha de Persia, a quien acogió en el exilio. Pero también a muchos analistas se les reaparece el espectro de Argelia, donde la apertura democrática dio paso al horror del extremismo religioso y Occidente se quedó mudo cuando el Ejército aplastó al partido islámico ganador de las primeras elecciones democráticas. Los riesgos son muchos cuando es el futuro y la estabilidad de una parte muy sensible del mundo lo que se juega en unas revueltas.

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