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Navarro Ledesma, un talento malogrado

Este periodista y escritor toledano fue el autor de la mejor biografía que se ha escrito sobre Miguel de Cervantes, hasta el punto de llegar a influir en «Las meditaciones del Quijote», de Ortega y Gasset. También fue amigo y colaborador de Galdós

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POR MARIANO CALVO

En el Ateneo de Madrid cuelga el retrato de un personaje gordezuelo y circunspecto, prematuramente avejentado por la conjura de una alopecia galopante, una barba finisecular y un arqueológico binóculo. Se trata del toledano Francisco Navarro Ledesma, periodista y escritor, que llegó a dirigir la sección literaria del Ateneo madrileño y que, más allá de sus méritos, carga con la poco edificante anécdota de haber propinado una solemne bofetada al autor de «La regenta», don Leopoldo Alas, «Clarín».

El osado ateneísta fue íntimo amigo de Ángel Ganivet y cultivó también la amistad de Menéndez Pelayo, Ortega y Gasset, Rodríguez Marín, Azorín y Pérez Galdós. Formó parte de los fundadores de ABC y colaboró en «El Globo», «Blanco y Negro», «Gedeón» y muchos otros periódicos de la época. Su obra literaria más importante fue una biografía de Miguel de Cervantes, El ingenioso hidalgo Don Miguel de Cervantes Saavedra, cuyos primeros capítulos se publicaron por entregas semanales en «Los lunes de El imparcial». Esta biografía, admirablemente escrita, influyó en las « Meditaciones del Quijote» de José Ortega y Gasset y sigue siendo un libro de referencia obligada entre los cervantistas.

Lo ambiguo de llamarse Ledesma

Pero cuando la obra del toledano apuntaba a su máximo florecimiento, en mitad de una trayectoria de grandes expectativas, la muerte le salió al paso en forma de infarto fulminante a la temprana edad de treinta y seis años, en 1905. Una placa de mármol, instalada en 1906, pocos meses después de su muerte, recuerda en un esquinazo de Toledo el nombre del escritor dando título a una calle del casco histórico. Digamos al paso que a nuestro personaje no le ha favorecido tener un apellido en común con el del fundador de las JONS, Ramiro Ledesma Ramos, pues la coincidencia ha inducido a más de una confusión. Prueba de ello es que la referida placa de mármol exhibe desde hace tiempo una mancha de pintura roja, arrojada presuntamente por algún progre despistado que confundió, como le ocurre a tantos otros, el nombre del político fascista con el del intelectual noventayochista.

Se da por hecho que Francisco Navarro Ledesma nació en Toledo, el 4 de septiembre de 1869, aunque la biógrafa Carmen Zulueta lo supone nacido en la capital de España. Opositó al cuerpo de archiveros y llegó a dirigir el Archivo de Alcalá de Henares así como el Museo Arqueológico de Toledo. Posteriormente se presentó a las oposiciones de catedrático de instituto, obteniendo la cátedra de retórica del prestigioso Instituto San Isidro, de Madrid.

Como docente, publicó varios libros de texto, en los que procede a la renovación de los viejos textos de preceptiva literaria: «Lecciones de literatura general», «Géneros literarios», «Lecturas literarias», etc.

Vivió plenamente la vida intelectual y literaria madrileña, participando asiduamente en celebraciones y tertulias, como la del Nuevo Café de Levante, en la calle del Arenal, a la que acudía su amigo fraterno, Ángel Ganivet. Las últimas cartas que éste escribió antes de su suicidio, se las envió a Navarro Ledesma, depositario confidencial, con mucha probabilidad, de las claves de su muerte.

Ledesma y Galdós

Navarro Ledesma conoció a Galdós en sus años de estudiante en la Universidad Central, cuando fue elegido por sus compañeros para presentar unos pliegos de papel firmados por los estudiantes, bajo unos renglones de homenaje que él mismo se encargó de redactar. Comenzó así una relación amistosa entre ambos que fue creciendo con el paso del tiempo. Años después, durante la corrección de Ángel Guerra, Galdós contó con la colaboración del joven toledano. Éste, que entonces tenía 22 años, se ofreció a facilitarle cuantas noticias y datos de todo orden, no sólo históricos y topográficos sino morales, psicológicos, políticos, culinarios, etc, le hicieran falta al maestro para la redacción de su gran novela toledana.

En sus visitas a Toledo, Don Benito recalaba a menudo en casa del tío de Francisco Navarro, en la Calle de las Armas. Era una magnífica casa, cuyo patio, con hermosas columnas árabes, se describe en Ángel Guerra, correspondiéndose con la casa del personaje don Suero, si bien el escritor la sitúa caprichosamente en la calle de la Plata. De don Suero dice Galdós que, «como todo toledano rico, era algo arqueólogo», y exhibía en el patio una colección de columnas árabes. Con humor típicamente galdosiano, el autor caricaturiza en don Suero la opinión de quienes, entonces como ahora, han equivocado el sentido de la modernidad. Y así, Don Suero, tras dictaminar como causa del tradicional desánimo de la ciudad su estructura laberíntica y huraña, «compuesta exclusivamente de cuestas, callejones y pasadizos», propone una solución radical: «Respetando los grandes monumentos: Catedral, Alcázar, San Juan y poco más, debemos meter la piqueta por todas partes, y luego alinear bien. (…) ¡Figúrate tú que hermoso sería aislar completamente la Catedral, ensanchar la calle del Comercio y poner un tranvía de punta a punta!».

En enero de 1891, Galdós emprendió la parte tercera de Ángel Guerra, y un mes después le anunció a Francisco Ledesma una visita a Toledo para el 18 de febrero. Don Benito permaneció una sola semana en la ciudad, tiempo suficiente para confirmar las precisiones necesarias de la novela. La correspondencia entre ambos avala las frecuentes visitas de Galdós a esta ciudad, sobre todo entre 1880 y 1890.

Una relación difícil con «Clarín»

A los veinte años años, Francisco Navarro Ledesma comenzó su amistad con Leopoldo Alas, que se rompería ocho años después, en 1897, a causa de un artículo crítico que el toledano publicó en el semanario satírico Gedeón con el seudónimo de «Calinez». La hostilidad entre ambos subió de tono hasta culminar en las escaleras del Ateneo de Madrid, cuando Navarro Ledesma abofeteó a Leopoldo Alas, que había acudido a dar una conferencia. Tres años después, a la muerte de «Clarín», Navarro compuso una necrológica afirmando que Alas había padecido una especie de obsesión literaria que le hizo mirar por encima del hombro a los no-literatos y confundir vida y literatura. Con todo, aplaudía el que su literatura «espoleaba al viejo corcel castellano con los pinchos de su ingenio y lograba sacarle de su andadura matalona».

Es de suponer que la bofetada ateneísta de Navarro Ledesma a Clarín disgustase seriamente a Galdós, cuya amistad con el escritor asturiano era muy estrecha. Como tampoco debía de complacerle que su joven amigo toledano tuviera la costumbre de motejar a su amante, la escritora Pardo Bazán, con el apodo de «Pardo Bacín». El hecho de que, a pesar de todo, Galdós siguiera otorgando su amistad a Navarro Ledesma, demuestra tanto la bondad infinita del canario como el arraigo de una amistad que era capaz de resistir semejantes pruebas.

Un destino truncado

La muerte sorprende a Navarro Ledesma en plena ebullición de proyectos literarios. Un mes antes del infarto que acabó con su vida, le escribió a Galdós una carta en la que se mostraba entusiasmado por el futuro: «Tengo muchos y grandes proyectos… El Lope lo prepararé este invierno si los menesteres de la prensa me dejan respirar un poco. Luego quisiera hacer un libro más pequeño del Arcipreste, y otro de Don Álvaro de Luna. Además, proyecto una Historia de la Literatura Femenina Española, para sacar de su error a las gentes, creídas de que en España las mujeres no han hecho nunca más que rezar y multiplicarse». Como una ironía del destino, el cervantista murió el mismo el año en que se celebraba el tercer centenario de la primera parte de «El Quijote».

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