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ABC Cultural

Sebastián Castella se inventa la Puerta Grande

ZABALA DE LA SERNA

MADRID. Le Coq volvió en Valencia y nadie lo vio. Sebastián Castella regresó entonces a España con el pulso y el sitio retomados en América. Ya entonces se mascaba que en cualquier momento asestaría el golpe que lo devolviese al lugar de los elegidos que nunca debió abandonar. Ayer Castella respiró de nuevo en figura del toreo con una Puerta Grande en Madrid, por mayo, en San Isidro, que ya interpretará el sanedrín como golpe discutible. Puede. No importa. Ahí queda y vale. Lo que nadie rebatirá es la demostración desplegada en el ruedo venteño, la proyección de temple y muleta a rastras; el encaje, la madurez, la caligrafía de una mano derecha que imanta muy lejos. ¿Qué distingue a una figura en cualquier época? La capacidad de invención para cortarle las orejas a toros que en otros pasarían de largo. ¿Cambiamos el lote de Alejandro Talavante por el del matador de la Francia de Sarkozy (y Carla)?

La dimensión ofrecida por Sebastián Castella, desde el valor y la plomada cuajados, la lucidez manifiesta, para liar al huidizo burraco segundo -preciosas hechuras, recogida cara- de la mansa corrida de Garcigrande en una muleta siempre dispuesta, siempre por delante, fue magnífica. Como el principio clavado y por alto ligado a una tanda de derechazos abrochados en un palmo de terreno, que liberó con un muñecazo del desprecio. Muy por abajo lo cosió en redondo en una tercera ronda soberbia, pero el toro quería, después de ser tan obligado, la fuga. Y en esa continua deriva hacia tablas Le Coq lo fue trayendo y llevando, hasta fijarlo entre las rayas del «6», puesta la tela constantemente en los ojos. Un espadazo lo catapultó a por la oreja. Sería, sin embargo, la primera mitad de la faena al hondo quinto, que se soltó de los caballos, lo más rotundo. El arranque de estatuarios impertérritos con el toro a galope tendido puso la plaza a cien. Las trincherillas, a ciento cincuenta. Y dos series de derechazos bestiales de inmenso recorrido, a doscientos. La clave: la media distancia generosa. Vibró la plaza en un pase de las flores, cuando el depósito del toro se encendió en reserva. Bajó el lado izquierdo en picado, y perdió fuelle incluso en los derechazos subsanadores. Castella siempre ha pecado, de todas formas, de metrajes incalculables. Las manoletinas finales y una media estocada precipitada y caída con el toro en movimiento. Pañuelos al viento, que ya hizo, y una oreja -mayoría de pañuelos y punto com- que descerrajaba una Puerta Grande inventada. Respalda, sobre todas las cosas, el sitio de figura en que vuelve a respirar.

Morante de la Puebla no se rindió a la puñetera mala suerte de los peores toros de Garcigrande. No sólo sacó más de lo que había, es que estuvo valentísimo con un cuarto, castaño y astifino, que mandó a Rafael Cuesta a la enfermería de un seco derrote en la brega. El toro en la muleta se venía al paso y se hacía el bobo y el distraído, pero de eso nada. Morante tiró de él en los bajos del «1» en una serie extraordinaria. Luego, diría, lo intentó incluso demasiado. ¿Morante cojonero? Su primero sí que de verdad era una pava distraída, corretón en los desordenados tercios iniciales, con el plus de que no humilló jamás y derrotaba defensivamente. No tiró nunca la toalla como hubiese sucedido años atrás. Pinceladas de gusto quedaron. Y todo a contraestilo.

Talavante fue una sombra, y su pareja la más luminosa. Aunque el tercero se frenaba en el tramo último de viaje, valió. Y también el amplio sexto. Quizá más. Adormecido, desilusionado, triste, monótono y vulgarón el torero. Castella redondeó su paso por Madrid con un oportunísimo quite a Fernando Plaza. Le debe un homenaje caro. Si no aparece el capote de Le Coq cuando había perdido pie, ahora estaríamos rematando con el segundo parte facultativo.

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