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La bandera de Gibraltar

AFORTUNADAMENTE, la diplomacia española ha sabido reaccionar y ha hecho oír su voz ante el despropósito de conceder a Gibraltar el estatuto de país independiente. Ni Estados Unidos, ni mucho menos Gran Bretaña, ignoran que esa es una posibilidad que está jurídicamente excluida de acuerdo con el Tratado de Utrecht y que una actitud como la que se ha constatado con la firma de un convenio con el Departamento norteamericano del Tesoro no es en modo alguno tolerable para España. Es difícil identificar si detrás de este gesto, aparentemente banal, se esconde una intencionalidad más sofisticada para mostrar el descontento ante algunas de las decisiones que ha tomado recientemente el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, como la abrupta retirada de Kosovo; pero en cierto modo queda claro que este hecho constituye una vuelta a la rutina histórica imperante en este conflicto: Gran Bretaña actúa de vez en cuando para medir el grado de vigilancia de la diplomacia española y los responsables gibraltareños siguen dispuestos a aprovechar cualquier resquicio para tratar de avanzar un paso hacia sus permanentes quimeras de independencia.

Ni la apertura del Instituto Cervantes en la Roca ni los vuelos de Iberia han tenido el menor efecto. El Gobierno querría hacer creer que la elección de Barack Obama como presidente norteamericano había cambiado el mundo y que ello demostraría que la orientación de su política exterior ha sido la adecuada, cuando la realidad se encarga constantemente de confirmar que lo que han fallado han sido los fundamentos esenciales de cada uno de sus proyectos en el campo de la diplomacia, desde el Magreb hasta el Caribe. El de Gibraltar es, entre otros, uno de los más evidentes, puesto que de las arriesgadas concesiones unilaterales que ha hecho el Ejecutivo socialista lo único que ha obtenido es una situación en la que cualquier desenlace amenaza con complicar nuestras posiciones. Ahora solo faltaría que en este ambiente de justa persecución de la piratería financiera, las autoridades de un lugar tan turbio en este aspecto como Gibraltar aparecieran en el papel de probos cooperadores con las autoridades de control internacional, y España pudiera ser tenida por un obstáculo. Lo más grave no ha sido la firma de este convenio, lo peor puede venir después, a la hora de impedir que las autoridades del Peñón recojan un premio político por una respetabilidad que no merecen en absoluto.

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