Reloj de arena

Juan Aizpuru: la agitación tranquila

Profesor de Paisaje en Arquitectura, fue escritor, bohemio, pionero de la ecología y socarrón con la máxima nota en la escala de la guasa fina

Jose Cala y Fontquernie: con la camisa nueva

Juan Aizpuru y Antonio Zoido en el Parque del Alamillo en el verano de 1995 archivo manuel álvarez

En su familia hubo más militares que en los desfiles del Dia de la Victoria en la Plaza Roja de Moscú. Los tuvo en Cuba y en Marruecos. Y un tío suyo, ministro de uno de los gobiernos de Franco ... , lo fue del ministerio del Aire. Todo el ardor guerrero de aquella sangre familiar se lo llevaron los que vistieron las galas del Ejército. Porque, quizás, por la famosa ley pendular que convierte a las generaciones en todo lo contrario que las que le precedieron, Juan Aizpuru lo más cerca que estuvo de un militar fue del Sargento Peeper de los Beatles. O así. Juan era un espíritu libre. En cuyo interior alimentaba una rebeldía exquisita, educada, señorial, serena. Era la agitación tranquila. Ingeniero de Montes, profesor del Paisaje de la Escuela Superior de Arquitectura, autor de numerosos proyectos de jardinería, repoblación y conservación forestal, escritor, bohemio y socarrón con la máxima nota en la escala de la guasa fina. Dicen que fue uno de los pioneros de la ecología local. El caso es que, junto con Pepe Elías Bonells, desde el Ayuntamiento, se especializaron en plantar especies, no en cortarlas como ahora. Su bendita obsesión fue meter la dehesa en la ciudad. Por esa razón plantó encinas en Los Remedios, causando el alboroto pertinente, hasta el punto de que alguien llegó a comparar su monomanía con la de meter un burro en un cuarto de baño. Uno que le preguntó la razón de plantar encinas en un barrio residencial se llevó esta respuesta: porque van a venir a vivir muchos extremeños y quiero que se sientan como en su casa…

Lo conocí en la Radio América de Quintero, donde el Loco se empeñó en cobijar a todas las tuercas flojas que las cabezas creativas de Sevilla desparramaban por aquella ciudad abierta a todo lo que oliera a nuevo. Desembarcó en la radio con una pandilla de locos egregios especializados en hacer retransmisiones de Semana Santa de lo más heterodoxas del mundo: Ortiz de Lanzagorta, Amós Rodríguez Rey, Ortiz Nuevo, Paquito Robles, Garmendia, Manolo Loreto, Sofia Aguilar y Amalia Ortizde Lanzagorta. Previamente, la temporada anterior, algunos lo habían hecho en la Ser, que andaba buscando un modelo distinto de retransmisión, más acorde con los gustos de la época y capaz de revolucionar un formato que olía a polilla. Dicen que el Loco los convenció para llevarlos a radio makandé, donde dejaron una impronta imperecedera. Sofi Aguilar y Amalia Ortiz de Lanzagorta lo recuerdan como un tipo afable, cariñoso, tierno y ácrata de condición. Su papel en las retransmisiones consistía en describir la flora que adornaban los pasos y divulgar el currículo botánico de los ficus de la Plaza de San Pedro cuando salía el Cristo de Burgos, por ejemplo. Le llamaban el hombre verde. Un apodo que le vino como el aceite a las espinacas…

Mayor dolor y traspaso

Su mayor dolor y traspaso pudo vivirlo durante la separación de su primera esposa, la galerista Juana Domínguez Manso, en un proceso judicial que falló en contra de Juan y esquilmó sus ya parcos ingresos mensuales. Irónico como siempre, solía decir que su mujer le quitó hasta el apellido y para explicar a sus amigos lo que Juana había supuesto para él decía que era «sus esposas». En aquel juicio defendió a Juana la hija de ambos: Margarita. Dicen que cuando finalizó el juicio, con media en las agujas de sus ingresos, tuvo el gesto fraterno y señorial de felicitar a su hija, por lo bien que lo había llevado. Juan, durante los primeros tiempos de la galería de Juana, metió el hombro, pagó canapés y laboró a favor de aquella obra impensable que fue abrir una galería de arte contemporáneo en Sevilla. Los colores del arte contemporáneo nunca apagaron su vocación y pasión por el verde de la ecología. Fue autor de la avenida tercera de la Expo, del parque de las Marismas de Los Palacios y del Alamillo. Un íntimo amigo suyo, arquitecto, Manuel Álvarez, recuerda cómo en sus clases de la facultad se llevaba al grupo al Parque de María Luisa y explicaba a los futuros arquitectos las especies arbóreas más atractivas. Un burócrata juntero de la época, incapaz de distinguir una mata de hierbabuena de un laurel, le contestó de forma abrupta a un informe firmado por Juan para hacer plantación en las marismas. Manolo Álvarez se indignó, se puso delante de la máquina de escribir y redactó una respuesta donde ser reflejaba el nivel de ignorancia del funcionario. Juan le rogaba que no cursara aquella carta, que sus métodos eran otros. Siempre la bondad y la elegancia luciendo en sus formas, como los pañuelitos ácratas que se anudaba al cuello. Se llevaron al funcionario a las marismas y allí le enseñaron a distinguir la hierbabuena del laurel. Y quedó encantado.

A Juan Aizpuru se lo llevo su corazón oxidado al barrio de los que no hacen ruido. Fue una pérdida tan precipitada como indeseable. Durante la ceremonia de cremación, dos amigos muy amigos, Garmendia y Amós Rodríguez, dibujaron aquella escena de neorrealismo napolitano que ha quedado para la posteridad. Amós le comentó a Garmendia que cuando él cayera puyero le gustaría que también lo incineraran. Garmendia le respondió que eso salía caro. Y Amós, genio y figura, le dijo: ¿y si me dan solo vuelta y vuelta? En el Parque del Alamillo, bajo un monolito a su memoria, sus cenizas las guarda la naturaleza que tanto amó. En un adiós rimado, Garmendia lo definió: «Curioso, honesto, sencillo/Hoy es abono mantillo/Su milagrosa ceniza/ Al Parque del Alamillo».

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