Chicago, de Capone a Dillinger

Chicago, Illinois, once de la mañana -calurosísima- de un sábado. Turistas en pantalón corto y chanclas hacen cola para subirse al autobús de «Untouchable Tours (la Ruta de los Intocables)», que es de color negro y lleva pegatinas que imitan el efecto de impactos de bala en los cristales. El interior también es cutre: no tienen aire acondicionado, sino un minúsculo ventilador roñoso.
Hay dos guías que se turnan al micro y al volante. Van trajeados estilo años veinte con sombrero y todo. Llevan cajas de cartón con los souvenirs: vasitos tipo chupito y tazas de café con el nombre de Al Capone, alfileres de corbata de plastiquillo imitando una ametralladora, un libro ilustrado en blanco y negro relatando las andanzas de los gánsteres más famosos de Chicago...
El paseo cuesta 28 dólares, dura dos horas y en ningún momento hay que bajarse del autocar. En parte porque los santos lugares que se visitan ya no existen -donde había un speakeasy o un burdel emblemático hay ahora una farmacia o un párking; donde se produjo tal o cual célebre matanza no queda ni una placa conmemorativa-, en parte porque no todo el mundo en Chicago parece igualmente entusiasmado con este tipo de memoria histórica. Hay quien al ver pasar el autocar le dispara entusiasmado con una pistola de agua. Y hay quien nos mira con asco por entretenernos en hurgar en estas vergüenzas de una ciudad que vio nacer políticamente a Barack Obama y que tiene pretensiones olímpicas para 2016.
La leyenda y la cultura popular han inmortalizado a los protagonistas de aquella peculiar Ilíada mafiosa, cuyos hitos recorremos con nuestro humilde autocar. La primera parada es junto a la Catedral del Santo Nombre. Más o menos allí fue asesinado en su día Dion O'Banion, un gánster que era a su vez propietario de una floristería. «De noche ganaba dinero matando gente y de día mandando flores a su entierro», nos explican.
Nos llevan por populosas calles donde en su día campearon los clubes nocturnos y los burdeles de Jim Colosimo, el padrino y protector de Al Capone, bajo cuya ala se puso este recién llegado de Nueva York. Y que se haría el amo del Chicago de la Ley Seca en feroz competencia con George «Bugs» Moran, del que nos cuentan que llegó seis minutos tarde a su funeral, que sus enemigos habían previsto para el 14 de febrero de 1929.
Bugs Moran es el hombre que estuvo más cerca de matar a Al Capone y el que más miedo consiguió meterle en el cuerpo: no menos de quince guardaespaldas le acompañaban a todas partes después de que una flota de coches con el mismo Moran al frente abriera fuego a discreción contra el hotel de Capone en Cicero, Illinois, que quedó reducido a escombros. Era el 20 de septiembre de 1926.
Después de aquello, Capone pidió una tregua que no duró mucho. El Día de San Valentín de 1929 los hombres de Capone irrumpieron en un almacén donde se supone que Moran estaba reunido con sus hombres y causaron una masacre mítica. Pero torpe: Moran no estaba. Llegaba tarde y al oír los tiros por supuesto se dio la vuelta.
Cosas así ponen en duda la vigorosa estilización del mundo de los gánsteres tal y como se les ve en el cine. Su estatura heroica casa mal con la realidad. Nada que ver con el Padrino de Coppola ni con el adorable Michael Corleone. Capone era un bruto y un hortera al que sus compañeros en Alcatraz despreciaban y que fue a la cárcel por no pagar impuestos, un delito que sin duda le debía parecer una chorrada y por eso nunca se le ocurrió matar a su contable a tiempo. Bugs Moran ni siquiera tenía la visión estratégica de Capone. Al derogarse la Prohibición pasó de ser uno de los gánsters más ricos de Chicago a atracador de bancos de tercera regional. Murió con 100 dólares en el bolsillo.
Si técnicamente los gánsteres eran chusma, ¿qué explica su prolongada fascinación? Parte de la leyenda se basa en las dimensiones faraónicas de su riqueza -y a veces de su generosidad- en los oscuros tiempos de la Gran Depresión. Capone tenía menos de 30 años cuando ya había amasado una fortuna de 134 millones de dólares, algo que si ahora impresiona, entonces directamente mareaba. Era capaz de arrojar 10.000 dólares al regazo de un pianista en una fiesta. Y de pagar la operación para que no perdiera la vista un niño herido en un ojo durante un tiroteo con la competencia.
Aunque sí ha habido alguna leyenda legítima. Algún gánster que de verdad tenía encanto. El más encantador de todos fue John Herbert Dillinger, simpatiquísimo atracador de bancos -les contaba chistes a los atracados- que llegó a obsesionar al todopoderoso J. Edgar Hoover hasta el punto de dedicar un tercio de los recursos del FBI sólo a su caza.
Después de espectaculares fugas y golpes de mano y de mucho jugar al gato y al ratón, lograron cazarle el 22 de julio de 1934 a las puertas de un cine de Chicago. Dillinger salía de ver «Manhattan melodrama» (con Clark Gable y Mickey Rooney) acompañado de su novieta y de una amiga prostituta rumana, la famosa «mujer de rojo», que se vistió así precisamente para alertar al FBI. Lo abatieron a tiros allí mismo.
Este verano se ha estrenado su biografía cinematográfica a todo color y a todo lujo, «Enemigos públicos», con Johnny Depp en el papel de Dillinger y todos los exteriores rodados en Chicago. Aseguran los expertos que es la producción cinematográfica sobre gánsteres con mayor rigor histórico que se ha rodado nunca hasta ahora.
En Chicago promocionan la película con gánsteres de pega colgando del estribo de coches de la época ante un cine sito en un local que en su día perteneció a Al Capone. Es el único punto de la ciudad donde la memoria histórica de altos vuelos y la de los bajos fondos confluyen en un punto. Así sea un punto y aparte.
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