Algo suyo se quema, señor presidente
EN política, el cartero que trae la factura de los errores siempre llama dos veces a la puerta de los palacios del poder. Son frecuentes, sin embargo, los poderosos que se olvidan y suspiran de alivio al verlo pasar de largo, ajenos a la certeza de que acabará volviendo para cobrar el impagado. Le pasó a Aznar en el final de su segundo mandato, cuando creyó que las municipales de 2003 habían enterrado el doble efecto de la guerra de Irak y de la crisis del «Prestige», sin esperarse en modo alguno que esa factura vendría envuelta en la sangre de las bombas del 11-M. En su descargo hay que admitir que nadie contemplaba una hipótesis tan salvaje, que hizo estallar en una ingrata crisis de alarma y miedo todo el malestar acumulado en una parte de la sociedad española.
Fresco todavía en el disfrute de su éxito, Rodríguez Zapatero parece ignorar que el poder emite reflejos especulares en los que es preciso reconocer el peligro de la vuelta al pasado, y que por los alrededores de La Moncloa ha empezado a dar vueltas el mensajero que trae el recibo de sus años de oposición agitadora. Cuando las calles se llenan de manifestantes descontentos -por las negociaciones con ETA, por el traslado de los papeles de Salamanca, por las leyes civiles sobre la familia y el matrimonio, por el agua del Sureste, pronto por la reforma de la educación- lo que desfila ante sus ojos sólo es el espejo de los días de pancarta, pasquín y consigna que desgastaron a su antecesor en una oleada de clamores. Y cuando la oposición escudriña sus pasos mientras se quemaban los bosques del Alto Tajo sólo está bailando el ritornello de las amargas jornadas del chapapote, aquellas en que el pueblo gallego se batía en las playas mientras Aznar apretaba los dientes encerrado entre unas paredes acolchadas donde no llegaba la voz quejosa de la gente.
Hay diferencias, sí, pero no sólo aquellas a las que se agarra el entorno del presidente para marcar distancias con la etapa anterior. Es cierto que Aznar tardó 24 eternos días en aparecer por una Galicia cuya ira ya no le dejó sino encastillarse en la torre del puerto de La Coruña. Es verdad que nadie dimitió tras haber menospreciado y ridiculizado la marea negra. Pero también es cierto que entre la catástrofe de la Costa de la Muerte y la de los montes de Guadalajara existe otra diferencia esencial: en aquélla no hubo otra víctima que el paisaje y la pesca, y en ésta han muerto once personas de un golpe.
Esos once cadáveres pulverizan cualquier comparación para erigirse por sí mismos en sujeto de una crisis que no admite otras referencias. Esos once cadáveres centran un drama nacional de primer orden que adquiere una relevancia excepcional por su propia naturaleza trágica. Esos once cadáveres calcinados requieren una explicación más compleja y menos ramplona que el «plaf» de un Zapatero claramente desbordado por la magnitud de la desgracia. Esos once cadáveres merecían, desde luego, una visita de duelo a sus deudos, un testimonio de consuelo y amparo, un gesto de cercanía moral y de audacia política.
La clamorosa ausencia de ese gesto -que sí abordó, en cumplimiento de una responsabilidad subsidiaria, la vicepresidenta Fernández de la Vega, a sabiendas de que iba a ser recibida con la lógica crispación destemplada del dolor de los vecinos -vuelve estéril la polémica sobre el momento exacto en que Zapatero conoció el alcance de la catástrofe. La imagen de un presidente en la ópera escuchando tan tranquilo las campanitas de Papageno mientras ardían los montes y se achicharraban los retenes de socorro puede resultar extremadamente eficaz para una morbosa demagogia de ribetes neronianos, pero es razonable pensar que a esas horas no había sido informado -¿miedo? ¿cautela? ¿incompetencia?- de los pormenores del siniestro. Esa tardanza debería en todo caso cobrarse más víctimas políticas que la consejera manchega de Medio Ambiente, toda vez que está comprobado que a media tarde del pasado domingo el Gobierno conocía a través de su delegación en Toledo la existencia de víctimas mortales. Pero el problema no consiste en que Zapatero estuviese de seis a nueve en el Teatro Real, sino en que a las nueve ya había salido. Y no fue a Guadalajara.
Y tampoco fue el lunes. Ni el martes. Ni el miércoles. Ni el jueves, en que partió para China. Y en que todavía no ha ido. El problema consiste en que, como le sucedió a Aznar en los días del «Prestige», cada hora que pasaba sin ir crecía la dificultad para hacerlo. Y en que el entorno de Moncloa se devanaba esta semana por garantizar la ignorancia del presidente durante las tres horas de La flauta mágica -para evitar la comparación con las cacerías de Fraga y Cascos durante el comienzo de la marea negra gallega- en vez de pensar el modo de acercarlo al escenario del drama. Y en que el propio Zapatero no quiso arriesgarse a los reproches de un pueblo al que prometió cercanía en su esperanzador discurso de investidura. Y en que cuando se decida a ir, ya dará igual, porque ya es demasiado tarde.
Zapatero ya ha transmitido la imagen que quizá más deteste: la de un mandatario imperturbable, lejano de los intereses y del sufrimiento de la ciudadanía, preocupado por la repercusión de un escándalo en el que presumiblemente habría escuchado, como escuchó Fernández de la Vega -«venís de noche, como los lobos»-, injustas acusaciones surgidas del dolor y del arrebato. Se ha dejado ver como un político arredrado por la turbulencia social que provocan las desgracias en un país acostumbrado a culpar al Gobierno de cualquier contratiempo. Y ha permitido que en las cenizas y rescoldos del fuego del Alto Tajo se chamusque una parte significativa de su imagen de proximidad, talante y bonhomía.
Y ahora querrá entenderlo o no, según el nivel en que le esté afectando el célebre «síndrome de La Moncloa», pero ha cometido los mismos errores que con tanta dureza echó en cara a su antecesor. Y le va a tocar pagar parecidas facturas, porque la oposición, el PP, no va a soltar tan fácilmente esta presa regalada. Ni se va a conformar con comerse el señuelo que el Gobierno le ha mostrado en la cabeza de la consejera de Castilla-La Mancha. En Guadalajara, como ha demostrado esta semana ABC a través del testimonio incluso manuscrito de los valerosos miembros de los retenes de ayuda, hubo un desfase manifiesto entre la información real y la oficial, pero las consecuencias de esa evidencia no van a alcanzar sólo a una dirigente autonómica que ha sido forzada a hacer de cortafuegos. El presidente regional, José María Barreda, y el propio Gobierno están ya presos de la película cronológica de los hechos y de su falta de reacción ante la envergadura de la calamidad.
El Gobierno no fue culpable del incendio. Tampoco lo fue del naufragio del «Prestige». Pero sí lo es, antes y ahora, de un mismo síndrome de parálisis y lejanía en la reacción que los ciudadanos perdonan menos que las imprevisiones. El presidente parece obsesionado por la comparación con el «Prestige», que cree haber salvado favorablemente. Se equivoca porque olvida el factor desequilibrante de las víctimas. Y debe saber que, aunque el cartero que lleva la factura de esta equivocación en su cartera pase de largo ahora, volverá a llamar a su puerta con ella bajo el brazo. Tarde o temprano. Quizá más bien temprano que tarde.
director@abc.es
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