UN VERDADERO EXILIO
SANTIAGO CASTELO
No se le notaba que era cordobés en el acento, aunque sí en el talante. Leopoldo tenía esa displicencia, ese senequismo, esa serenidad que sólo se amalgaman en los cordobeses: nunca se podía saber si estaba triste o alegre, sólo que la amargura -sutilísimamente- no se le apartaba de sus ojos. Era un hombre eminentemente bueno. Y era generoso y afable. Tenía todos los motivos para ejercer la inquina y el resentimiento y jamás los utilizó. Siempre he sostenido que el auténtico exilio, el verdadero exilio, fue el de los que se quedaron. Los que se fueron pasaron una mala temporada al comienzo, pero luego se situaron de mejor o peor manera. El exilio interior no duró una temporada, duró cuarenta años, siempre con la espada encima de la cabeza. Recuerdo ahora a María Moliner, a Carmen Conde, a Antonio Oliver, a Enrique Tierno, a Meliano Peraile, mis amigos...
Con Leopoldo de Luis me ha unido una amistad de más de treinta y cinco años: lecturas, recitales poéticos, jurados literarios, viajes por España, confidencias... Tuvo la suerte de contar con una mujer como María -Maruja-, a quien todos adorábamos. Su muerte -hace muy pocos años- supuso un duro golpe para Leopoldo; fue, una vez más, ya muerta, su musa:
Alguien detrás de mí. ¿Sin ser notado?
Yo supe que se hallaba aquí, a mi lado,
por el temblor de su presencia muda.
No gravita ya en mí su exiguo peso
y desde aquel tristísimo suceso
alguien detrás de mí ya no me ayuda.
El libro -«Cuaderno de San Bernardo»- se lo premiamos con el «Paul Beckett» de Poesía 2002, un jurado en el que estaban también Valentín García Yebra, Francisco Díaz de Castro, Julio Alfredo Egea y Carlos Murciano. Un libro estremecedoramente bellísimo.
Leopoldo fue leal a sus esencias: no traicionó nunca ni a sus sentimientos ni a sus amigos. Esa era su verdad, su independencia. El pasado lunes anunciábamos, destacada, en ABC, la convocatoria de una conferencia suya sobre «La novia de Cervantes». En este periódico colaboró asiduamente y siempre dijo lo que quiso de sus amigos -tan amigos- muertos: Antonio Machado, Vicente Aleixandre, Miguel Hernández... aquí encontró la liberalidad y generosidad de las que él mismo siempre había hecho alarde.
Hay una anécdota que él y yo hemos comentado muchas veces, pero que nadie más conoce. El Domingo de Resurrección de 1973 estaba yo de guardia, soldadito de a pie y con uniforme de gala, en las rejas del Ministerio del Ejército, madrileña calle de Alcalá esquina a Cibeles. Desde el Café Gijón venían paseando Antonio Buero Vallejo y Leopoldo de Luis. Recuerdo aún la frase de Leopoldo: «Antonio, cómo se parece ese soldado a Santiago Castelo». Yo, firme y con el mosquetón entre las manos enguantadas de blanco, no pude ni contestar ni moverme. Hoy, cuando me ha llamado Jesús García Calero para decirme que ha muerto Leopoldo de Luis, me he quedado igual que aquella tarde de primavera: sin poderme mover y con el corazón acongojado. Ha muerto un gran poeta, del que yo, humildemente, fui su amigo. Y ahora me toca decir con él que
Duelen las hojas con dolor humano,
con quejido de llanto que, lejano,
trae remotas palabras inconclusas.
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