Di Stéfano
Hace un par de años aproximadamente, cenaba con mi maestro Manuel Alcántara, disfrutando de su conversación milagrosa, tan lúcidamente irónica, cuando descubrí, entre las mesas del restaurante, a un futbolista retirado pero aún treintañero que había alcanzado su apoteosis militando en el Real Madrid. Nadie se fijaba en él; ni siquiera los camareros mostraban síntomas especiales de reverencia u obsequiosidad. Tan sólo unos años antes, aquel futbolista -que había abandonado el Real Madrid para fichar por un equipo italiano que fue su tumba y su descrédito- había ocupado páginas de tumultuosa tipografía: algunos comentaristas deportivos lo habían considerado el más talentoso de su promoción; otros habían afeado su avaricia e indocilidad. Pero el vendaval de elogios y denuestos se había extinguido ya, y el hombre resultante de tantas pasiones inútiles ni siquiera despertaba la caritativa curiosidad de los comensales. Le susurré al maestro Alcántara: «¿Has reparado en...?». Y el maestro Alcántara asintió con esa forma de parsimonia escéptica que caracteriza sus mejores juicios: «Y tanto que he reparado -me contestó-. En cambio, tendrías que ver el revuelo que se organiza cada vez que viene a este mismo restaurante mi amigo Alfredo Di Stéfano. A ése no lo olvidan».
Me he acordado de este episodio mientras contemplo los agasajos que se dispensan al Real Madrid. Cuando los jugadores laureados salían del avión que los traía de Glasgow, junto al capitán que alzaba exultante la copa, se hallaba Alfredo Di Stéfano, con su austeridad gestual característica; luego, en las celebraciones pirotécnicas que acogió el estadio Santiago Bernabeu, Di Stéfano volvió a comparecer, junto a otros ilustres veteranos que moldearon la leyenda de este equipo ya centenario. Creo que uno de los más grandes aciertos de Florentino Pérez -quizá el más emblemático y, desde luego, el más hermoso- ha consistido en devolver a Alfredo Di Stéfano el protagonismo que merece. Un equipo de fútbol es con frecuencia una mera agregación de estrellas, estrellitas y asteroides que el olvido se encarga de expoliar; pero cuando un equipo de fútbol sabe, aun en medio de esa ebriedad pasajera del triunfo, rendir homenaje a la historia que representan sus mejores hombres es como si se dejara atravesar por una flecha de trascendencia. Con Di Stéfano al frente, el Real Madrid se redime de esa condición efímera que tiene el fútbol y se enaltece con un aire de perdurabilidad.
Ni el golazo de Zidane ni los paradones de Casillas han logrado inmutar el hastío que tributo al fútbol. Pero la presencia de Di Stéfano en el palco de Glasgow o en las escaleras del avión ha conseguido rozarme con el susurro de la emoción. Yo jamás he visto jugar a Di Stéfano; y, como yo, miles de aficionados de las últimas generaciones. Pero sus hazañas nos han llegado por transmisión oral; y así hemos sabido de sus carreras sin balón y de sus goles exactos, que nuestros padres aún recuerdan con ese júbilo minucioso con que se recuerdan el primer beso o el primer cigarrillo. Al convertirlo en emblema de este equipo que ahora compila su novena copa europea, Florentino Pérez ha contagiado a sus jugadores un afán de emulación y un sentido de inmanencia, a la vez que ha fortalecido la genealogía espiritual de la afición. A este Florentino Pérez, más que por el acopio de trofeos o el saneamiento de una deuda mastodóntica, merece recordársele como el presidente que entendió la necesidad de dotar al Real Madrid de un símbolo vivo que sea a la vez escaparate del pasado y espejo del futuro. Florentino Pérez ha entendido que lo mejor de su equipo es la historia que lo alimenta y justifica; algo que no ha entendido Gaspart, quien, además de penar sus derrotas, tendrá que llorar la muerte de Kubala, a quien no supo convertir en emblema.
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