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SIGFRIDO

A lo mejor hoy había que hablar de Región, pero a Región volveremos mañana, que es una cosa que suena como a Benet, aquel ogro del Viso que no consentía que se bebieran sus birras a sus espaldas. Hoy, sin embargo, antes que Región, está Sigfrido, flamante desaparecido del mundo municipal. Sin Sigfrido no hay dragón, sin dragón no hay doncella y sin doncella no hay... ¿Qué es lo que no hay cuando falta una doncella? Sigfrido se ha ido y nadie sabe cómo ha sido. Nos deja los parquímetros. Cada vez que uno introduzca la moneda en uno de esos cepillos fálicos que jalonan las aceras de la capital se acordará de Sigfrido. Fue el hombre que quiso hacer el borde de Medel sin Medel, que es como hacer la tortilla sin huevos, algo que no está al alcance ni siquiera de Adriá. Suyos fueron los «ojos de gato» y los «bálanos embravecidos» -«bolardos abatibles», en sana literatura municipal- para encauzar el carril-bus, y no sé yo si a última hora tendría que ver con esas «aletas de tiburón» que parecen estar hechas de la misma materia que los tropezones que los chinos echan a la sopa de aleta de tiburón. En cualquier caso, el escotillón del ostracismo político -el ostracismo es la única forma de ser libre que hoy nos queda- se ha llevado a Sigfrido del Ayuntamiento y quién sabe si también de los toros, donde Sigfrido siempre ha sido todo un señor, tan fiel en todo a la tradición que se va sin tolerar que entren en su palco las gambas, a lo Lamela. (Lamela -el dueño de Pombo, no el susto del doctor Montes- odiaba las gambas: para él, dice Ruano, representaban el modernismo, lo tránsfuga y lo pueril, el «bar», todo lo que no era Pombo.) Yo creo que Sigfrido era demasiado señor y demasiado mayor para andar por las noches de Madrid de concejal que pone los «ojos de gato». ¿Qué es la vejez? «Falta de curiosidad», contestó el Azorín del paraguas amarillo. Al cambiar el Ayuntamiento por la Arquitectura, Sigfrido cambia los «ojos de gato» por el triángulo y el compás, y con esto nadie le llama masón. ¿Qué masón abandonaría porque sí una vida municipal como la madrileña, con sus columnitas de alabastro y sus candelabros de tintineantes almendras? La calle, con Sigfrido, gana a un grande señor.

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