¿Quién puede matar a un niño?
He tenido oportunidad de hablar con madres que se han quedado huérfanas de hijo. Aunque desde la pérdida hayan transcurrido muchos años, esas madres siguen despertando cada mañana heridas por un intacto dolor que no admite consuelo. Admitimos con entereza o resignación la muerte de nuestros progenitores y, en general, la de todas aquellas personas queridas que nos precedieron en esta singladura incierta; homenajeamos su memoria tratando de emularlos; procuramos que la vida, ese precioso don que nos legaron, se llene con el recuerdo reconfortante de los días que compartimos a su lado. Quizá el dolor aceche, entreverado con ese recuerdo, pero se trata de un dolor llevadero que nos purifica a la vez que nos mortifica, porque sabemos que la naturaleza se rige por unas leyes sabias que debemos acatar; y sabemos también que de su aprendizaje difícil emergemos más fortalecidos.
Pero cuando la naturaleza infringe sus leyes y nos obliga a enterrar a nuestros hijos, sentimos crecer otro dolor distinto y más atroz, un dolor que jamás restaña, porque nos deja amputados para siempre, estériles para la esperanza, como cáscaras que se han quedado sin fruto. Sobre este dolor sin alivio hablo a menudo con mi amiga Ana Rosa Carazo, que quedó cercenada de su nieta más querida hace ahora justamente un año, cuando la fatalidad salió a su encuentro en una carretera; desde entonces, ha tenido que aprender a convivir con una desolación perpetua que convierte su alma en un caserón funeral. Y aunque se esfuerza por habitarlo, mi amiga Ana sigue escuchando cada día el eco de aquella voz que prolongaba su estancia en la tierra; y cuando el eco de esa voz se extingue y deja el hueco de su ausencia, Ana se siente forastera en la vida, y también víctima de esa consternada perplejidad que nos produce el paso del tiempo, cuando nuestro reloj se ha detenido para siempre en la hora inmóvil del abatimiento.
He reflexionado mucho en estos días sobre este sufrimiento sin cura, tras el asesinato sacrílego de Silvia Martín, la niña de Santa Pola. Como cualquier hombre de mediana voluntad, he llorado lágrimas de rabia mientras veía las imágenes filmadas de su entierro; he vislumbrado (siquiera de lejos, porque el dolor que siente una madre cuando despide el cadáver de su hija no es comprensible, en toda su vasta extensión, para el espectador atribulado) los abismos de aflicción que esos padres sentirán abrirse bajo sus pies, desde ahora y para siempre. Y me he preguntado si las condenas que provee la ley humana bastan para castigar un crimen tan obsceno y bestial. Matar a una niña de seis años, inmolándola en el altar de no sé qué entelequias aberrantes, no constituye tan sólo un delito contra la vida; también es un delito contra la esperanza de una sociedad que quiere prolongarse en esa vida, un delito particularmente sórdido que se regodea con la orfandad de un pueblo que mira su reloj detenido en la hora inmóvil del abatimiento. Matar a una niña de seis años, y rubricar orgullosamente su asesinato sacrílego con nuevas acciones criminales, es una hazaña que sólo pueden permitirse las alimañas más depravadas. Cualquier condena que asignemos a ese crimen será insignificante e ineficaz, tan ineficaz como el consuelo que intentemos brindarle a esos padres que se han quedado repentina y arbitrariamente cercenados. Hay crímenes especialmente abominables que no pueden expiarse con una mera pérdida de libertad. El anhelo de otra condena más rigurosa es una buena razón para creer en ultratumba y en un Dios que administra castigos perpetuos.
Admiro a esos padres huérfanos de hija que han deseado a sus asesinos que se pudran en una cárcel; otros, en su lugar, habríamos pedido que se pudriesen en un patíbulo. Y que Dios me perdone por haber pretendido usurpar, siquiera con el pensamiento, sus funciones.
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