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ABC Cultural

Adiós a José Olivio Jiménez

Intentar resumir en pocas líneas la labor intelectual y, sobre todo, el talante vital, de José Olivio Jiménez -que falleció el viernes en Madrid, a los 73 años- es tarea no sólo ingrata, sino banal. Y no porque no pueda uno referirse al extraño sentido común que le movió cuando tenía que dar cuenta de la poesía iberoamericana y española, eso de que la lengua era la única y verdadera patria común entre los escritores de los dos lados del Atlántico, de la que se convirtió en una suerte de mensajero entre ambos mundos, sino porque, y esto es lo verdaderamente importante, uno se siente incapaz de expresar la generosidad intelectual, vale decir, humana, de este profesor cubano exiliado en un Nueva York que remontó siempre las modas de las generaciones y los muros de los grupúsculos para ofrecer aquello que realmente le importaba: dar una visión lo más exacta posible de lo mejor que podía ofrecer la poesía española de los cincuenta y los novísimos con las recientes generaciones de poetas iberoamericanos.

Recuerdo una visita que Fanny Rubio y yo le hicimos en su apartamento neoyorquino, allá por el año 89, un apartamento modesto, de profesor universitario aun fuese del Hunter College, y de la cena que tuvimos en el restaurante, cubano, claro, de la esquina. Fue una noche maravillosa, José Olivio era más generoso casi en los dones de Dionisos que en los de Apolo; pero lo que hizo que aquel día se me quedara grabado en la memoria fue, desde luego, oírle hablar de poesía, así sin más. De la de Martí, de la que fue un grandísimo especialista, sí, pero también de la de Claudio Rodríguez, de la de Aleixandre, de la de Brines, de la de su amigo Bousoño desde los tiempos en que José Olivio estuvo en Madrid, allá por 1952.

Mientras desplegaba esa intensa comprensión, que no era otra cosa que respeto, ante los dones de la poesía, estábamos en un radiante septiembre neoyorquino, los novios adolescentes, hispanos of course, paseaban cogidos de la mano o pelaban la pava sentados en las aceras. Se dio entonces una suerte de comprensión de lo que significaba ser hispánico que la recomendación que nos hicieron a Fanny y a mí en el hotel del Manhattan de mentalidad «wasp» donde residíamos, cuando preguntamos cómo ir donde José Olivio vivía, como si fuéramos a viajar a territorio comanche, nos pareció no sólo estúpido sino profundamente curioso por aquello que entrañaba de gratuidad pura y simple.

Cosas así había que agradecerle de continuo a José Olivio Jiménez. Generosidad y gratitud, pero, ¿de qué otras cosas están compuestas, en verdad, las cosas del espíritu?

JUAN ÁNGEL JURISTO

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