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«Por cada idea un artículo, y por cada artículo una idea»

«Por cada idea un artículo, y por cada artículo una idea», enseñó con tiza en su pizarra de maestro perpetuo César González-Ruano, y se hizo el verbo. Y el verbo rompió en carne desde el «fango de las

Ignacio Camacho

«Por cada idea un artículo, y por cada artículo una idea», enseñó con tiza en su pizarra de maestro perpetuo César González-Ruano, y se hizo el verbo. Y el verbo rompió en carne desde el «fango de las trincheras» y «el turbulento campo de Agramante donde las palabras resuenan como descargas de fusilería». Testigo de «los pliegues de las arrugas de los recodos de la Historia», el columnista de ABC Ignacio Camacho recogió ayer el premio González-Ruano, de manos Juan Fernández-Layos, presidente del Instituto de Cultura de la Fundación Mapfre, por su artículo «Umbrales», tributo mortal y rosa a Francisco Umbral. Una columna mayor de un «caballero y príncipe» del Periodismo: «Ignacio el bien nacido», lo bautizó su compañero de armas literarias Raúl del Pozo, que ganó el Ruano al elevar su «Réquiem por el maestro de los epitafios: Jaime Campmany». La cena fue presidida por Esperanza Aguirre y Alberto Ruiz-Gallardón, misma mesa, mismo mantel.

No olvidará jamás Ignacio Camacho una maldita, afilada, traicionera y asesina madrugada de junio, cuando sonó su teléfono de director de ABC para «dejarme estacado en la alta noche con el desgarrado y brutal garrotazo de la muerte de Campmany». De golpe el tiempo huyó de él, y dos años después de Umbral, y nos dejó huérfanos, congelados, ayunos del latido matinal de dos maestros de energía, de su magisterio y rebeldía. Sobre esas estelas de genio y raza transita el columnismo español de los últimos 30 años: «Si Campmany era el modelo de periodista total, articulista, director, poeta, editorialista, Umbral fue para mi generación el hallazgo baudeleriano y refulgente de una manera de hacer literatura en el periódico», delineó Camacho. Umbral y Campmany, antes Ruano y Cavia, y ahora «nuestro decano Alcántara, admirable hermano mayor de la Archicofradía de la Sagrada Columna; Burgos, Vicent, Muñoz Molina, Gala, Prada, Pérez-Reverte nos enseñan que literatura y periodismo conforman una tarea siamesa de contar el mundo», ilustró.

De los maestros desaparecidos, de su sólida cohesión moral y luminosa independencia se aprende que el oficio de escribir en el periódico lleva implícita una voluntad para formar estados de conciencia. Ignacio Camacho tuvo un emocionado reconocimiento «para Guillermo Luca de Tena y su hija Catalina -presentes en la cena, así como el director de ABC-, cuyo liberal patronazgo me abrió hace ocho años las puertas de su histórica Casa, y me concedió, en fecunda asociación con Vocento, el privilegio de dirigir su bitácora; para José Antonio Zarzalejos, a quien me honra haber sucedido y precedido en la dirección de ABC, y al que debo la generosa confianza que depositó en mí al designarme para ocupar el vacío, que no el hueco, desde la dolorosa desa-parición de Jaime Campmany; y para el querido Ángel Expósito, por renovar esa confianza».

Éste es el artículo completo: UMBRALES

Por las torrenteras del idioma se despeñaba cada mañana el verbo caudaloso, la prosa exuberante y desbordada, la escritura restallante, tempestuosa, innovadora de Paco Umbral mientras el personaje que de sí mismo había construido se asomaba al espejo de un vértigo histórico que le devolvía la imagen áspera, snob y polémica de una impostura de malditismo. Amargo como Capote, ingenioso como Ruano, dandy como Tom Wolfe, volcánico y solitario como Baudelaire, pertinaz como Cela, atraía sobre su cabeza de león miope los relámpagos del lenguaje y los fundía en el crisol de un estilo tan imitado como ya irrepetible.

Hay un río de literatura y de ideas que atraviesa la cordillera del periodismo español desde la fuente primigenia de Larra, surca dos siglos entre los meandros de Clarín, Cavia, Camba, Pemán o Ruano y de-semboca en la generación casi perdida de Campmany y Umbral, de la que ya sólo Alcántara sobrevive de pie sobre sus propias huellas como testigo de un magisterio inalcanzable. Ese río de excelencia se abre como un delta en una prensa contemporánea repleta de columnas cuyos débiles fustes empezamos a quedar huérfanos cuando se fue Jaime en otra madrugada acuchillada por un desamparo de soledades que ahora nos clava de nuevo el puñal traicionero del vacío y nos deja la oquedad insondable de las palabras heridas por la mortal y rosa caricia de la ausencia.

Escribía Umbral a puñetazos, como si quisiera arrancarles a las teclas de su vieja Olivetti los secretos del lenguaje, cuyas barreras expresivas derribaba inventando neologismos felices o acuñando términos de una modernidad reluciente y atrevida, hallazgos verbales que brincaban en sus páginas como muchachas rebeldes en una playa. Su compromiso literario era tan visceral que lo convirtió en un robinsón misántropo, capaz de ametrallar con crueles frases biseladas de acero cualquier sentimiento que amenazase con anclarle en otro territorio que no fuese el del abismo de la literatura. A menudo era hosco, provocador, soberbio, intratable y ególatra, pero enredado en la pasión de escribir se volvía un huracán avasallador y torrencial, imparable y rabioso como un genio iluminado de furia. Disfrazado de sí mismo, creó un personaje y lo adornó, como a la estatua de Valle, con la bufanda blanca de un dandismo en el que sublimaba cualquier ideología. Era un rojo remansado que atravesaba las trincheras entre fogonazos de prosa, inclasificable con las etiquetas convencionales del sectarismo banderizo; un iconoclasta montaraz, bronco, divertido, refractario, poliédrico. Le gustaba definirse como un niño de derechas, un joven fascista, un socialista sentimental y un quinqui vestido por Pierre Cardin, y probablemente fue todas esas cosas y muchas más, inaprensible salvo en la condición de escritor total, vertiginoso y arrebatado. Las mujeres le llamaban Umbrales y tenía el honor, como Max Estrella, de no ser académico.

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