El ejemplo francés
El Gobierno francés ha ilegalizado por decreto la formación ultraderechista Unidad Radical, en la que militaba el joven que intentó asesinar al presidente de la República, Jacques Chirac, el pasado 14 de julio, durante el desfile conmemorativo de la fiesta nacional gala. La decisión del Ejecutivo francés se apoya en una vieja ley de 1936 que permite la ilegalización administrativa de organizaciones políticas antidemocráticas. La apología de la violencia y la defensa del racismo y de la xenofobia eran signos distintivos de este grupo ultra. Por eso, su ilegalización no ha sido rebatida en Francia con vindicaciones de la libertad de expresión o de la representación política, como si la integridad de ambos valores dependieran de una tolerancia absoluta con toda formación cualquiera que sea la forma en que ejecute o defienda su programa o las ideas que propugne. Simplemente no podía seguir amparado por la legalidad democrática a la que combatía con acciones y discursos inadmisibles.
La disolución de Unidad Radical es muy oportuna y pertinente para el debate que está planteado en nuestro país sobre la ilegalización de Batasuna. Las diferencias son evidentes en cuanto a la relevancia electoral y la presencia política de una y otra formación, pero lo que importa son los principios activos comunes a ambos supuestos y que han sido colocados en primer plano por la decisión del Gobierno de París. El ejemplo que supone la ilegalización de Unidad Radical contiene lecciones jurídicas y políticas que hay que considerar con la misma falta de complejos que han tenido las autoridades galas. Es cierto que la extrapolación pura y simple del ejemplo francés sería un error y, sobre todo, carecería de utilidad. Ahora bien, igual o mayor error sería incurrir en la actitud contraria, es decir, rechazar la legitimidad de una actuación similar con Batasuna, cuando la situación legal en España exhibe dos circunstancias que darían aún mayor calidad democrática a la decisión que pudiera decretar la ilegalización de este partido: que la disolución sería el resultado de aplicar una ley hecha en el tiempo y para el tiempo de nuestra democracia y que su aplicación estará en manos exclusivamente del máximo órgano judicial, el Tribunal Supremo, por el que ha de discurrir un proceso basado en la igualdad procesal, la audiencia a todas las partes y la plenitud de garantías.
Batasuna no es Unidad Radical, ni la ley francesa aplicada es la misma que la ley española, ni las coyunturas políticas son similares. Pero las diferencias no son más fuertes que la necesidad común, en Francia o en España, o en cualquier otra democracia que tenga un mínimo de autoestima, de establecer unas reglas elementales para la participación en el juego democrático. La calidad de la democracia no sólo no empeora por excluir a partidos que la utilizan contra ella misma, sino que mejora sustancialmente a ojos de los ciudadanos y se refuerza como sistema de organización institucional y de convivencia social. En el fondo, junto a las cuestiones de gestión jurídica, social y mediática de la ley de partidos, es preciso superar las prevenciones que han mantenido encogida a nuestra democracia frente a los testaferros de ETA, en gran parte por culpa de las interferencias de un nacionalismo que siempre ha actuado de cortafuego entre el Estado de Derecho y los brazos políticos de ETA. El primer gran éxito de esta ley ha sido demostrar que la clase política española se ha liberado de los lastres que le impedían afirmar, como dijo el presidente Aznar, que «hasta aquí hemos llegado». Y, efectivamente, de aquí ya no puede pasar Batasuna.
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete