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Ser de izquierdas

CADA época engendra su ortodoxia, su puritanismo, su catálogo de virtudes de obligada observancia, sus mojigaterías pazguatas y nauseabundas. Mientras la izquierda se mantuvo en los arrabales del sistema, jugó risueñamente a la heterodoxia, desafiando la gazmoñería oficial, el atildamiento falsorro de los hombres probos y las mujeres decentes. Ser de izquierdas, entonces, era como proclamar que uno aún cultivaba sus erecciones y sus vicios, que le quedaba un poco de sangre en las venas, que no estaba dispuesto a acatar mansurronamente las reconvenciones de los biempensantes, que se negaba a aborregarse en el redil de los sometidos y los blandengues. Pero llegó un día en que la izquierda decidió coquetear con el sistema, flirtear con el sistema, hacerse arrumacos con el sistema, fornicar y procrear con el sistema. Quizá la intención originaria de aquellos izquierdistas melenudos que se limpiaban el barro de los zapatos en las alfombras de los salones burgueses no era otra que chinchar a su reticente anfitrión y magrear a su señora jamona hasta ponerla cachondita, para después dejarla tirada y regresar al suburbio, a contar entre risotadas la hazaña a los camaradas. Pero llegó el día en que los izquierdistas melenudos le cogieron gusto a las alfombras de los salones burgueses y a la señora jamona de su reticente anfitrión y decidieron no regresar al suburbio de felpudos desgastados y tiorras un poco pellejudas que no tenían ni medio polvo. Naturalmente, al anfitrión lo echaron de casa después de pegarle una somanta de palos; desde entonces, magullado y mohíno, el pobre hombre merodea la mansión que antaño fue suya, reclamando a los izquierdistas invasores una propinilla, siquiera bajo la fórmula de «centro reformista».

Una vez instalada en el sistema, a la izquierda no le bastó con arrumbar la mojigatería y el puritanismo oficiales que hasta entonces había combatido; por el contrario, decidió instaurar otros aparentemente antípodas, disfrazados con los oropeles de la transgresión, que le permitieran mantener el espejismo de la heterodoxia, aunque en realidad estuviese edificando una ortodoxia más férrea y pazguata, más atildada y decente, más nauseabunda y falsorra. Una ortodoxia que, amén de entronizar un catálogo de virtudes cívicas de obligado cumplimiento, impone su lenguaje gazmoño, sus liturgias beatas, su catecismo progre, sus proclamaciones farisaicas y abstemias. Huelga añadir que quien se resiste a comulgar con la rueda de molino de esta nueva ortodoxia rampante es de inmediato expulsado a la intemperie -donde pordiosea el otrora anfitrión de la casa- y tildado de facha irredento.

Ahora llega nuestro muy decentito Zapatero, que es el tartufo máximo de la nueva ortodoxia, y suelta esa patochada eximia: «Disuadir del consumo del alcohol y del tabaco es de izquierdas». Es una de esas frases que, según las oyes, te producen un cosquilleo en el esfínter. Y es que las ortodoxias siempre generan una jerga relamida, ñoña y virtuosísima que da grima y alipori. El puritanismo antañón perseguía la salud del alma y nos prohibía los tocamientos; el puritanismo izquierdista persigue la salud del cuerpo y nos prohíbe los cigarrillos. Naturalmente, la afirmación de nuestro muy decentito Zapatero esconde una condena tácita: «Todos los que rechacen o ignoren o se burlen de nuestras medidas disuasorias son chusma derechista». Les juro que nunca había sentido tanto placer en fumar y beber como el que sentí anoche, después de escuchar la patochada proferida por nuestro muy decentito Zapatero. Por fin he conquistado la intemperie de la heterodoxia, por fin pueden llamarme -¡qué gustirrinín!- facha irredento.

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