Suite francesa
JUAN MANUELDE PRADALEO en estos días «Suite francesa» (Salamandra), una estupenda novela inacabada de Irène Némirovsky, la escritora judía, rusa de nacimiento y emigrada con su familia a París tras la
LEO en estos días «Suite francesa» (Salamandra), una estupenda novela inacabada de Irène Némirovsky, la escritora judía, rusa de nacimiento y emigrada con su familia a París tras la victoria bolchevique, que acabaría siendo deportada a Auschwitz, de donde nunca regresaría. La biografía de Irène Némirovsky tiene algo de apólogo moral y fatalista. Nacida en el seno de una familia de plutócratas, acabaría conociendo la miseria de los años de la Ocupación en Francia, después de que sus cuentas fueran bloqueadas. De ascendencia judía, al igual que su marido Michel Epstein, acabaría convirtiéndose al catolicismo y bautizando a sus hijas, años antes de que el furor antisemita se extendiera como un reguero de pólvora por Europa. En sus libros, las caracterizaciones de los judíos son siempre poco benignas, incluso podría decirse que participan de aquel clima de preguerra que luego haría posible el Holocausto. Pero ni su condición de exiliada del terror comunista ni su escasa benevolencia con los judíos le servirían como salvoconducto cuando, hacia mediados de 1942, se desate la vesania antisemita, que en territorio francés -conviene especificarlo- no fue iniciada por los ocupantes, sino por el régimen de Vichy, con el aplauso de la mayoría de los franceses. Baste recordar que la salvaje redada de judíos del verano de 1942 en París fue ejecutada por policías franceses.
Las cartas que sirven de apéndice a esta novela resultan estremecedoras. En ellas, el marido de Irène Némirovsky trata a la desesperada de salvar la vida de su mujer, súbitamente desaparecida e internada en un campo de concentración, o siquiera de conocer su paradero. Todas sus pesquisas y rogativas serán, a la postre, vanas: a la escritora, que tan sólo unos pocos años antes había sido aclamada y traducida a los más diversos idiomas (¡incluido el alemán!), nadie parece haberla visto, nadie puede ayudarla. En dichas cartas -dirigidas a la mujer de Paul Morand, al yerno del ministro Laval, incluso al embajador alemán en Francia, Otto Abetz-, el marido recuerda que Irène Nemirevsky ha padecido la persecución bolchevique, que ha profesado la religión católica, que jamás ha militado en partido político alguno, que incluso ha colaborado en revistas como «Gringoire», que no se habían destacado precisamente por sus simpatías judías... De nada servirán estas alegaciones; Irène Némirowsky ha ingresado para siempre en la burocracia de la muerte, cuyos engranajes de irracionalidad necesitaban seguir picando carne y molturando almas. Un día malquiera, también Michel Epstein desaparecerá sin dejar ni rastro, siguiendo el mismo camino que su esposa.
Pero, siendo escalofriante la peripecia de Irène Nemirovsky, quizá lo que más me ha perturbado de su libro sea el retrato demoledor que hace de los franceses, convertidos aquí en una patulea de cobardes que primero huyen despavoridos ante la proximidad del invasor y luego le rinden, genuflexos, pleitesía.
Los episodios de egoísmo, venalidad, engreimiento, tibieza y claudicación que Irène Némirovsky congrega en la primera parte de su novela -en la que se narran las jornadas que precedieron a la ignominiosa caída de Francia- resultan una radiografía feroz de una nación corrompida por la molicie y la cobardía moral. La segunda parte de la novela, quizá más atroz aún bajo su apariencia idílica, narra la «cohabitación» de los franceses con las tropas alemanas, bastante menos traumática de lo que la mitología presume. Mucho me temo que ese invento de la «memoria histórica», antes de aterrizar en España para convertir la Guerra Civil en una historieta de buenos y malos, había instalado su sede en Francia, donde en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial se perpetró uno de los más descarados actos de adulteración histórica que se recuerden. «Suite francesa», la novela interrupta de Irène Némirovsky, nos ayuda a desenmascarar la oprobiosa verdad.
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